Chile: la dicotomía del voto voluntario

En momentos en que el voto aumenta su trascendencia en todo el mundo es pertinente reflexionar sobre un sistema de […]
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2 Feb, 2017

Articulo original en español. Traducción realizada por inteligencia artificial.

En momentos en que el voto aumenta su trascendencia en todo el mundo es pertinente reflexionar sobre un sistema de voto voluntario que, como el chileno, tiende a contradecir en cierto grado a la democracia.

Imagen: Pixabay

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Chile mantiene notables diferencias socioeconómicas con respecto a muchas naciones de Latinoamérica. Sin embargo, hay una gran coincidencia regional: un malestar generalizado hacia el mundo político, que ha arremetido con fuerza en varias naciones de la zona, haciendo alusión a una —a priori— crisis de representatividad resultante de ciertas situaciones antiéticas que han afectado a miembros de la esfera política. Esto ha derivado en una pérdida de confianza de la ciudadanía hacia toda una institucionalidad.

El 31 de enero de 2012 comenzó a regir en Chile la ley 20568, que regula la inscripción automática y el voto voluntario para elegir a los representantes de la ciudadanía. En primera instancia sería algo totalmente favorable para con el concepto democracia, si se considera que aquella obligatoriedad que predominaba anteriormente, por presunta obviedad, no se ajustaba a los preceptos de libertad que constituyen en su más alta acepción el reflejo de la democracia.

En cuanto a la inscripción automática, esto implicaba que todos los ciudadanos chilenos que no estuvieran inscritos en el servicio electoral, una vez cumplida la mayoría de edad (18 años), automáticamente quedarían incluidos en la circunscripción electoral correspondiente a su domicilio o residencia.

La primera prueba de aplicación de la nueva ley tuvo lugar en las elecciones municipales del año 2012 y arrojó, para sorpresa de muchos, un resultado nefasto en cuanto a participación cívica. Alrededor del 60 % de los inscritos se abstuvieron, lo que reflejó el desinterés y, a la vez, el masivo descontento de los ciudadanos chilenos hacia el sistema político.

La alta abstención llevó a la palestra mediática la actuación e intenciones de los personeros del orbe político, que fueron cuestionados profusamente, quizás a raíz de la mencionada falta de confianza que ya en ese entonces iba in crescendo.

Empero, emergen importantes preguntas. Si existió casi un 60 % de ciudadanos que no se presentaron a sufragar, ¿los elegidos como alcaldes y concejales representan realmente a los ciudadanos chilenos? Tal vez sí desde una perspectiva netamente legal, ya que el proceso electoral se realizó bajo el alero de lo estrictamente constitucional. No obstante, ¿qué sucede con ese inmenso cúmulo de chilenos que no votaron? Si un candidato fue electo por mucho menos de la mitad de los ciudadanos habilitados para votar, ¿aquella persona electa tiene legitimidad social como tal?

En efecto, paradójicamente la nueva ley bloqueó aun más el sentido democrático, ya que tal vez aquella obligatoriedad que antaño existió, sí le otorgaba un tópico de presión o compromiso cívico a la gente para manifestarse al trazar una línea en la papeleta, con el solo hecho de escribir alguna consigna en particular o inclusive anular.

La menguada participación cívica en el sufragio, en adición al descontento con la función política, tiende a viciar o deslegitimar socialmente el proceso electoral, con independencia de la clara legalidad con que se realizó el proceso.

Ahora —y así será en los tiempos venideros— ya no basta con realizar una elección democrática basada en todos los parámetros, normas y condiciones preestablecidas de manera constitucional, y ya no es suficiente aducir que en democracia gana el que obtiene mayoría simple. La gente debe votar y, a la vez, debe existir una alta convocatoria en las urnas. Solo de esta forma aquella acción se encauzará en el ámbito de dos necesarias dimensiones de legitimidad que demanda un proceso electoral en la actualidad, para que podamos referir sin prejuicio alguno a un íntegro representante de la ciudadanía: la legal y la social. Debemos aceptar que a veces el voto obligatorio no es sinónimo de antidemocracia.

Rodrigo Esparza | @rodrigo_esparza
Licenciado en Educación, magíster en Dirección y Liderazgo para la Gestión Educacional

 

 

Cientista social. Licenciado en Historia y en Educación

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