Madame Lagarde convocó a un foro en Londres para discutirlo; mister Obama ha dicho que es el problema esencial de nuestra generación; el best seller de no ficción del año es Capital en el siglo XXI, de Thomas Piketty, un voluminoso tomo económico que argumenta que se trata del rasgo esencial de la historia económica de los últimos cinco siglos; el papa Francisco ha declarado a millones que “es la raíz de los males sociales”: la desigualdad vuelve al centro del debate público tras años de ser relegada como una calamidad más.
Así como en el apogeo de la crisis global de 2008 volvían a los anaqueles los clásicos socialistas, hoy se teme que esta discusión dé nueva legitimidad a esas calamitosas ideas que pregonaban el “quitar a otro lo que es suyo o, bajo capa de una pretendida igualdad, caer sobre las fortunas ajenas”, como dijo León XIII hace seis generaciones.
Pero difícilmente podríamos acusar al FMI y a la Casa Blanca de rojos; Piketty ha declarado que “Marx le interesa poco”. Bergoglio ha descontado esa crítica, señalando que la pobreza y la desigualdad no son “temas comunistas”: son preocupaciones transversales al humanismo cristiano, y de particular interés para la Iglesia contemporánea. ¿Cuál es la sorpresa? La economía social de mercado lo dice claramente: la desigualdad es un desafío.
Frente al canto de sirena de los autoritarismos “prósperos”, el desafío para el humanista consiste en enfrentar la desigualdad y la pobreza como temas multidimensionales en sus causas y efectos más allá del acceso a mejoras materiales. La desigualdad —aún en relativa y discutible afluencia— afecta de manera cierta las posibilidades de participación democrática y congela los clivajes de clase actuales en futuras diferencias de poder. Por eso son esenciales prescripciones de política que enfrenten el problema hoy, sin que eso implique un igualitarismo a ultranza.
Un futuro democrático nos exige que temamos a la desigualdad, pero no a discutir sobre ella.
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