Trump

El vociferante candidato Republicano demuestra cómo la democracia ha de juzgarse tanto por sus fines como por sus medios. Donald […]
22 Feb, 2016

Articulo original en español. Traducción realizada por inteligencia artificial.

El vociferante candidato Republicano demuestra cómo la democracia ha de juzgarse tanto por sus fines como por sus medios.

Donald John Trump, figura de los bienes raíces y la reality TV globales, busca llamar la atención. Una miríada de artículos y comentarios siguen atentos su paso por las primarias del Partido Republicano de los Estados Unidos, retroalimentando la máquina de declaraciones, tuits y polémicas del precandidato en campaña hacia la presidencia de esa nación.

Retrato digital de Donald Trump

Donald Trump | Dibujo de Guillermo Tell Aveledo
Estos comentarios, cuando son críticos, se dividen en tres campos: el primero, hoy muy debilitado, que descuenta el eventual éxito de Trump como una posibilidad remota. El segundo comenta indignado las incendiarias declaraciones, dando argumentos al candidato sobre cómo el sentimiento popular es ajeno a los expertos y analistas. El tercero, más grave, reflexiona sobre las implicaciones de Trump para la democracia moderna más longeva, preguntándose cómo afectaría una presidencia suya a las instituciones y a la promoción del ideal democrático en el mundo.

Trump, pese a decir cosas que políticos más curtidos jamás pronunciarían, aventaja a sus rivales con cierta comodidad y es seguido por multitudes desbordantes y emocionadas. Su discurso nativista, xenófobo, agresivo, misógino y decididamente autoritario, aun si no es siempre coherente con sus actos pasados y en sí mismo, parece haber tocado la fibra sensible de una parte del electorado norteamericano, incluso más allá de las lealtades partidistas que el propio magnate parece trascender.

¿No sería el éxito popular de Trump evidencia, también, de una falla inherente a las democracias? La apelación a las masas, que pueden confundir su propio interés con aparentes ventajas inmediatas —y que por lo mismo pueden ser tan sensatas como desesperadas según el contexto—, ha sido hecha notar desde la teoría política antigua como el elemento distintivo de este régimen y, por tanto, su punto débil.

Puede que el complejo sistema electoral de la federación estadounidense, la prensa libre, los intereses y tecnócratas del Partido Republicano con experiencia real de gobierno, así como las enormes trabas constitucionales para la expansión agresiva del poder presidencial, terminen moderando a Trump hasta que se aburra de ser presidente porque no puede imponer su voluntad. Pero no nos engañemos: en todo país presidencialista la figura del jefe de Estado impone la agenda y lleva el tono de la política de su nación; y en los Estados Unidos el presidente tiene además una gran lenidad en términos de la política exterior que puede desarrollar, más aún si sus propuestas alcanzan un apoyo popular que diluya los frenos institucionales y causen timidez en la disidencia.

Como fuese, la emergencia de Trump no es sino la manifestación de una crisis que asuela a la gran nación norteamericana. Sin Trump, los ingredientes están incólumes: los rezagos de la crisis económica del 2008, las manifestaciones de debilidad de la clase media blanca y la sensación de amenazas en los movimientos de crítica a la represión policial sobre las minorías, así como la persistente inestabilidad global que tanto ha hecho por alimentar a los nuevos populismos europeos. Puede decirse que Trump es el hijo ilegítimo de la estrategia nixoniana de tomar los bastiones reaccionarios del sur de los Estados Unidos, pero si la Southern Strategy es su padre, su madre es la desilusión con las recetas liberales y keynesianas que servían, una y otra vez, para preservar el statu quo. Trump no es disruptivo: es consecuencia de una gran perturbación, ante la cual lo probado resulta insuficiente.

El poder que llega sobre una ola de descontento no debería, por sí mismo, sacrificar las libertades que lo hacen posible. El riesgo es grande, y es por eso que la democracia no puede satisfacerse con su carácter electoral y mayoritario, sino estar protegida con fuertes amarras normativas y de poder distribuido. Trump y compañía pueden ser un temor pasajero, pero ello no dejará de ser recurrente.

Guillermo Aveledo | @GTAveledo

Guillermo Tell Aveledo Coll

Doctor en ciencias políticas. Decano de Estudios Jurídicos y Políticos, y profesor en Estudios Políticos de la Universidad Metropolitana de Caracas.

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