Crítica a la creencia común de que los resultados de las elecciones, por sí mismos, serán determinantes para el futuro del país.

Los candidatos presidenciales protagonizaron debate

Los candidatos presidenciales protagonizaron debate

Se habla reiteradamente de la importancia histórica de las elecciones mexicanas que tendrán lugar el 1 de julio de 2018, argumento que se ha reiterado hasta el cansancio desde hace casi dos décadas, sin que se hayan dado los cambios institucionales y estructurales necesarios para transformar el régimen.

El cambio político ha sido gradual, conservándose un sistema presidencialista acotado ahora por múltiples órganos constitucionales autónomos que se han creado para quitarle al Ejecutivo funciones que antes controlaba, como la política monetaria y la organización de las elecciones, para acotar a las autoridades con órganos de transparencia y derechos humanos o para realizar funciones técnicas especializadas en materia de telecomunicaciones, política energética y competencia económica.

Hoy se habla nuevamente de un cambio de régimen bajo el supuesto de que el presidencialismo ya no es funcional y que debe transitarse a alguna forma de semiparlamentarismo, como sería la institucionalización de la ratificación de todos los integrantes del gabinete por el Poder Legislativo. Esta «solución» parece igual de ocurrente que muchas de las reformas que se han impulsado y que en el fondo han agravado los problemas de desigualdad, inseguridad y corrupción.

Ante un Poder Legislativo indolente y en constante parálisis, resulta cuestionable transitar a un esquema en el que a los poderes que tiene, y que no ejerce plenamente, se le sumen nuevas potestades que conllevan el riesgo de mantener la captura del Congreso por obra de los partidos políticos, que hoy día se han convertido en los mayores extractores de rentas estatales.

Lo que está en juego en la elección mexicana es poner fin a una serie de condiciones estructurales e institucionales que han degradado el espacio público, minado la confianza en la política y contaminado a la sociedad a partir de la extensión tentacular de amplias redes de corrupción que hoy llegan a todos los grupos organizados: partidos, sindicatos, gremios, corporaciones.

Lo que está en juego en la elección mexicana es la apuesta por un gobierno que tenga la determinación firme y el valor necesario para poner fin a un vasto sistema de privilegios centenarios, a una serie inconfesable de arreglos corporativos que conllevan la colusión de intereses gremiales y estatales, y a vasos comunicantes a través de los cuales se extienden relaciones de connivencia orientadas a la extracción de rentas estatales.

El final del sindicalismo corporativo, la limpieza de las instituciones del Estado en todos los órdenes de gobierno y el predominio de controles institucionales que limiten el abuso del poder son hoy grandes pendientes de la agenda política. Más allá de políticas clientelarmente orientadas, que lo único que logran es la perpetuación de la pobreza ancestral, se requiere un rediseño institucional que depure la vida pública de lacras centenarias y que vincule colectivamente a la sociedad con base en un proyecto ampliamente compartido; no debería estar en juego el cambio ornamental de las instituciones estatales, sino la transformación de las relaciones entre el gobierno y la ciudadanía, para hacer frente a los problemas de representatividad, pérdida de confianza, desigualdad lacerante, corrupción institucionalizada e inseguridad estructural.

Este giro copernicano de nuestro sistema político es lo que realmente está en juego en la elección del 1 de julio y no el relevo de élites. No se trata de que se quiten unos para que se pongan otros, sino de transformar las relaciones entre el poder y la ciudadanía, lo que conlleva un auténtico cambio de régimen, y no nada más la creación, sustitución o desaparición de burocracias que han secuestrado la agenda de los cambios sociales necesarios. Al final de cuentas, si esperamos que nuestros problemas los resuelva un líder inspirado y omnipotente, estamos confundiendo a nuestros limitados políticos con dioses providentes.

Así que el 1 de julio los mexicanos votaremos, muchos con la idea romántica de que alguno de los candidatos logrará el ansiado cambio para mejor, pero unos pocos con la certeza de que mientras no haya un nuevo pacto social incluyente, que obligue a que el gobierno impulse una agenda innovadora y transformadora, seguiremos como desde hace algunos años, creyendo que esta elección sí es «la buena», para luego desencantarnos con el gobierno en turno y rumiar durante años la esperanza de que la próxima elección será la decisiva.