Al final, todo sucedió rápidamente: en pocos días, la vida se apagó en una ciudad famosa porque nunca duerme. Hace una semana, todavía se bailaba en los clubes de la ciudad, se cenaba en sus restaurantes gourmet y se aprendía en sus escuelas. Ahora todo eso se detuvo. Incluso Columbia y NYU, las universidades más prestigiosas de Nueva York, enviaron a sus estudiantes a sus casas, a mitad del semestre. Las universidades están cerrando sus hogares estudiantiles para prevenir la propagación del coronavirus.
Desde nuestro apartamento en Long Island City miramos hacia Manhattan, separados solamente por el puente de Queensboro. A una parada de metro, o diez minutos en bicicleta. Esta mañana la estación de metro está tan desierta como el carril de las bicicletas. Las icónicas agujas del Empire State Building y del Chrysler Building emergen del mar de edificios. Frente a ellos, en la rivera del East River, se encuentran las Naciones Unidas. Están desiertas, como muchas de las torres de oficinas de la ciudad. El acrónimo de la hora es WFH ‘trabajo desde casa’. Hasta hace poco, el trabajo desde casa era el dominio de una bohemia digital contemporánea. Ahora es una de las principales armas en la lucha contra una pandemia que no se propaga en ningún lugar más fácilmente que en una metrópolis donde millones viven y luchan uno al lado del otro.
Para los neoyorquinos, desconectar de la multitud, en combinación con una pizca de misantropía, es normalmente algo así como su deber cívico primario. Pero ahora que los demás se han ido, se extiende un sentimiento de inquietud. «¿Dónde está todo el mundo?». Por medio de mensajes de texto y videollamadas, los amigos se aseguran mutuamente de que están bien. De todas formas, cada vez más se evita el encuentro cara a cara. Los neoyorquinos han confrontado estados de emergencia antes y no solo el 11 de septiembre, que muchos de ellos encararon con una calma estoica. Por lo tanto, es más probable que las consecuencias del actual aislamiento social se manifiesten en el largo plazo.
La situación actual, con la libertad de movimiento personal restringida, es algo completamente nuevo, y no solo para los neoyorquinos. Para mí personalmente, no hay forma de volver a Europa. Por el momento no es necesario, porque hasta finales de abril se cancelaron todas las conferencias; y las presentaciones y los viajes asociados con ellas se pospusieron. Por el momento se diluyó toda la normalidad que conllevan la vida laboral y sus rutinas diarias. Trabajo desde casa, sin reuniones personales, con todos los hábitos interrumpidos. Aquí, nunca antes había sucedido esto. Tampoco ha sucedido así en ninguna parte del mundo. El pánico aún no cunde, y mientras el metro siga funcionando, todavía hay un pequeño resabio de normalidad. Sin embargo, los expertos piden que esas incubadoras de virus sobre ruedas subterráneas se cierren por el momento.
Numerosos artículos publicados en los últimos días auguran que a la crisis de la COVID-19 seguirá una grave crisis económica y financiera, y hay razones para ello. Sin embargo, lo que estos análisis no han considerado hasta el momento es la dimensión espiritual de lo que está sucediendo y el potencial de crisis que encierra. Espiritual, en este caso, significa más que procesar las cosas con un terapeuta (lo que los neoyorquinos no dudan en hacer de todos modos). Más bien, en muchos lugares del mundo estamos teniendo la misma experiencia existencial de aislamiento y distanciamiento social, a causa del virus. En una reciente entrevista publicada en el periódico Die Welt, el exministro de Relaciones Exteriores alemán Joshka Fischer refirió a esto como una experiencia de toda la humanidad. Lo que nos une en lugares tan diferentes como Corea del Sur, Italia e Irán, los tres países —además de China— más gravemente afectados por el brote de COVID-19, es el colapso del espacio público y con él de la comunidad —o, mejor dicho, de las comunidades— que lo pueblan.
Para mí, lo que ilustra fuertemente esto son las imágenes de la Plaza de San Pedro en la Roma desierta y de los lugares sagrados cerrados en La Meca y Medina. Los espacios de comunión, hacia donde vamos para asegurarnos de que todavía estamos todos aquí, están completamente vacíos. No hay un alma a la vista. El miedo al virus nos conduce al aislamiento y, quizás con algunas pocas excepciones, no estamos acostumbrados a este, ni consideramos que valga la pena empeñarnos por él. Cuando iglesias y clubes, museos y restaurantes están cerrados, ya no disponemos de lugares de encuentro ni de momentos de autoafirmación reflejada en los demás a nuestro alrededor. Durante varios años, hemos tenido mucho que decir sobre la identidad, la pertenencia, la empatía. Negociamos lo que somos con nosotros mismos y con quienes son importantes para nosotros, como se refleja en la condición humana, que solo puede ser experimentada en comunidad. Con demasiada frecuencia, damos por hecho esta comunidad.
En este momento de crisis, hay ejemplos brillantes de sentido de comunidad que se pueden encontrar en las redes, como las de quienes se ofrecen a personas mayores para realizar compras o ir a la farmacia. Pero otras propuestas para hacer frente a la crisis apuntan demasiado bajo: leer finalmente ese libro que siempre has querido leer o ver una serie en Netflix. Apuntan demasiado bajo porque las crisis provocan letargo y sordera de cuerpo y espíritu. Por lo tanto, la oportunidad que presenta esta crisis solo puede ser aprovechada por alguien que, en un momento de aislamiento y distanciamiento social, se acerque a los demás y no olvide sus necesidades.
El principal ejemplo de cómo no actuar y reaccionar en esta crisis lo da el presidente norteamericano Trump. En forma egoísta y exhibiendo desprecio por los demás, esperaba ganarse a los científicos alemanes que trabajaban con éxito en una vacuna contra COVID-19. En su mente, solo los estadounidenses serían vacunados y el resto del mundo se quedaría con las manos vacías: America first. A la vista de miles de muertes en todo el mundo, esto es lo más feo que se puede decir, y ejemplifica una visión de la política que desprecia a los seres humanos.
La pandemia tiene al mundo entero en sus garras. La ciudad de Nueva York es un microcosmos de este mundo: no hay casi ningún idioma que no se hable aquí, ni religión que no se practique. Ninguna de estas diferencias importa al final frente a un virus que puede llevarse a cualquiera de nosotros. El virus pone en peligro a cada individuo y por lo tanto a toda la humanidad. También en esta situación tenemos que preocuparnos por toda la comunidad para que como familia humana podamos salir fortalecidos de esta grave crisis. Así que mientras estamos encarcelados entre nuestras cuatro paredes, sueño con salir de nuevo al exterior, volver al ajetreo de la ciudad y sumergirme en la multitud de personas como uno de tantos. Uno de los que reaprende en estos tiempos de crisis que la libertad es el bien más preciado, y que solo demostramos ser dignos de ella por nuestra compasión humana.
Publicado originalmente en The Economic Standard.
Traducción de Manfred Steffen