En sus orígenes históricos, el humanismo cristiano latinoamericano se concibió a sí mismo como una fuerza inconforme, llevados sus militantes a la acción política en búsqueda del cambio social. Era, por tanto, una corriente revolucionaria, que pretendía ese cambio hacia y para una mayor libertad.
Claro, la noción de revolución es polémica: devaluada por décadas de guerras civiles y violenta imposición caudillista, y luego tomada para sí por la izquierda marxista como el motor de la historia en su mesianismo finalista. El desprestigio del fracaso soviético y la pervivencia de pretendidas revoluciones no ayudan a la exigencia original, y muchas veces se renuncia al cambio por la sensata modernización.
Todo parte de un malentendido. El humanismo cristiano no es revolucionario porque niegue la historia, ni la agencia humana en la forja —imperfecta y variable— de su destino, sino precisamente porque pretende que las personas puedan ser libres, más participantes, más sanas. Un cambio, en suma, que trascienda “una simple revolución material”, necesaria pero insuficiente.
Construir sobre lo logrado, con orgullo y sin complacencia, sigue dando vigencia al ideal práctico de los partidos humanistas, un ideal revolucionario.