Tenemos la impresión de que la pandemia de COVID-19 ha cambiado muchas cosas en el mundo. La forma en la que trabajamos, vamos a la escuela o a la universidad, nos relacionamos con familiares y amigos, y la participación en ritos religiosos. Una de las novedades más notables es que COVID-19 es la primera pandemia global en la era de las redes sociales. Es cierto que vivimos SARS y la llamada epidemia de H1N1 cuando existían ya internet y varias de las plataformas digitales que conocemos hoy. Pero no hay duda de que COVID-19 es la pandemia del mundo digital, con todas las implicaciones que esto tiene.
Escribo este texto a principios de octubre de 2020. Todavía hay muchas interrogantes no resueltas sobre la pandemia. No sabemos si en algunos países ya estamos en la segunda ola o si estamos viviendo los coletazos de la primera. Tampoco tenemos certeza de cuándo y cómo será la temida segunda ola, que en el hemisferio norte coincidirá con la llegada de la gripe. No es seguro que las vacunas que se están probando sean eficaces y seguras, aunque ya los Gobiernos están firmando contratos para asegurarse millones de dosis para sus poblaciones. Se ha avanzado algo en el tratamiento, pero no existe la cura para la enfermedad.
¿Pero realmente COVID-19 es única como pandemia? No tanto. Aunque creemos que esta crisis nos ha tomado por sorpresa, la verdad es que ya habíamos recibido varias advertencias de que algo de estas dimensiones e impacto podía ocurrir. No es solamente el SARS, o la gripe H1N1 e incluso otros episodios de gripe aviar. Ya el VIH/sida en la década de los ochenta del siglo XX nos mostró lo vulnerable que somos ante virus nuevos. Enfermedades infecciosas como el ébola hicieron y siguen haciendo estragos en África.
Otro aspecto que no es nuevo es la estigmatización de los enfermos, como ya ocurrió al inicio de la pandemia del VIH/sida contra los hombres homosexuales o los haitianos. La estigmatización por COVID-19 se ha dado contra personas de origen chino o asiático. Lo ha hecho el régimen chavista en Venezuela al denominar como armas biológicas a las personas infectadas que vuelven al país desde Colombia.
Atrapados en las redes
Lo que sí ha cambiado es la forma en la que recibimos, procesamos, digerimos y compartimos la información sobre COVID-19. Y esto tiene implicaciones para la gestión de crisis de salud pública, la gobernanza de los países e incluso para la política. Desde hace algún tiempo se ha venido observando la pérdida de credibilidad y confianza en instituciones claves como los partidos políticos, los gobernantes, los parlamentos, las organizaciones internacionales e incluso los médicos. Las figuras de poder y de autoridad, derivadas de una elección popular o del conocimiento especializado, han visto minado su estatus de intocables. En el caso de los políticos, esto ha sido el resultado de una percepción de corrupción generalizada. En el caso de los médicos, los escándalos de marketing farmacéutico en el que algunos galenos participaron, y el cuestionamiento de movimientos conspiracionistas, como los llamados anti-vaxx (los antivacunas), han generado desconfianza hacia la profesión.
Las redes sociales han contribuido sin duda a este proceso que socava la confianza en instituciones y las personas que las representan. Esto se puede explicar por varios factores. El primero es la creciente fragmentación de discursos y contenidos en las redes. En la época de oro de los medios de comunicación de masas, como la radio y la televisión, era mucho más fácil promover puntos de vista consensuales en la sociedad, al menos desde los Gobiernos o instituciones como la medicina. Hoy en día, la explosión fragmentaria de las comunicaciones hace que cualquier voz, incluso la más descabellada e irresponsable, encuentre plataformas para difundir sus contenidos. La fragmentación es fuente de confusión, debates, pasiones desatadas, y se traduce en ocasiones en comportamientos irresponsables, como los que se han observado en Estados Unidos y algunos países europeos.
Otro factor que contribuye a esta atomización de puntos de vista es la diversidad que se manifiesta en las redes, redes que no están limitadas por el territorio, incluso en países que pretenden mantener un control total sobre las plataformas digitales como China, Irán o Arabia Saudita. Vimos cómo, al principio de la pandemia, se publicaron muchos videos desde China en que se mostraba el maltrato de la población y las medidas severas para mantener el distanciamiento físico y el aislamiento de las personas infectadas. Esta diversidad no solo implica variabilidad en los contenidos y perspectivas sobre un asunto tan delicado como la pandemia. Las redes azuzan una polarización creciente en torno a temas como el género, la orientación sexual, las sensibilidades religiosas, la etnia y otros asuntos influenciados por la corrección política.
Las redes también son usadas por toda clase de intereses para promover sus propias agendas. Se han convertido en instrumentos de propaganda de países como Rusia y Venezuela, pero también de grandes corporaciones que hoy cuentan con sofisticados algoritmos, bots y hackers para manipular las opiniones y sentimientos de las personas.
La pandemia como campo de batalla
Una de las observaciones que podemos hacer de este fenómeno que todavía sigue en pleno desarrollo es que la pandemia se ha convertido en un campo de batalla comunicacional. El origen mismo del nuevo coronavirus que causa la COVID-19 ha sido objeto de especulaciones y debates. Algunos insisten el llamarlo el virus de Wuhán o el virus chino, para señalar la responsabilidad del Gobierno de la República Popular de China, ya sea en la supuesta creación del virus o en el ocultamiento de su aparición en los primeros momentos de la epidemia.
Las medidas de distanciamiento físico o el porte de mascarilla han sido cuestionadas o banalizadas por políticos (como lo hicieron el presidente de Brasil Bolsonaro o el de México López Obrador). También por ciudadanos que creen que las políticas de prevención de COVID-19 son formas de control social para favorecer agendas conspiracionistas o corporativas.
Los tratamientos también han sido fuentes de polémicas. El medicamento contra la malaria, la hidroxicloroquina, suscitó esperanzas e incluso fue promovido por el presidente Donald Trump como profiláctico contra la infección del nuevo coronavirus. Otros, como el presidente venezolano Nicolás Maduro, han promovido irresponsablemente «remedios naturales» sin tener ninguna prueba científica de su eficacia contra la COVID-19.
Y, por último, está la posible vacuna para prevenir la enfermedad como el campo de batalla más polémico. Los grupos anti-vaxx se están movilizando para denunciar la inmunización contra la COVID-19. La llamada reticencia a la vacunación, un problema que ya existía antes de la pandemia, parece propulsar la resistencia de ciertas personas a vacunarse cuando la vacuna esté disponible. Según los expertos, si no se logra vacunar al 70% de la población, no se logrará el efecto de control de la enfermedad.
Un arma de doble filo
Los medios de comunicación y las redes sociales son armas de doble filo. Tienen el potencial de ilustrarnos, informarnos de forma equilibrada y responsable, y darnos los elementos para adoptar actitudes y comportamientos razonables. Pero tienen igualmente la capacidad de atizar nuestras pasiones, manipular nuestras creencias y miedos, e inducirnos a tomar acciones irresponsables que pueden dañarnos y dañar a otras personas.
La bipolaridad emancipadora y controladora de las plataformas digitales está a la vista en esta pandemia de COVID-19. Una app puede informarnos al minuto sobre el número de casos en una ciudad, las zonas más afectadas, sitios a evitar, medidas preventivas a tomar, centros para hacerse el examen, y otros contenidos que contribuyen con una mayor autonomía individual. Sin embargo, las redes también pueden ser fuentes de desinformación, rumores, medias verdades y reacciones apasionadas e irreflexivas al servicio de intereses de organizaciones, gobiernos y activistas que quisieran controlar nuestro comportamiento.
La pandemia COVID-19 sigue dándonos lecciones sobre cómo los seres humanos, en lo fundamental, no hemos cambiado mucho en cuanto a nuestros prejuicios o falso sentido de seguridad. Y también nos están indicando cómo, gracias a la tecnología, se está produciendo una transformación social cuyas consecuencias todavía no entendemos bien. Continuará…
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