Vocación por la política: ¿nobles ideales?

La actividad política sufre hoy de un gran desinterés y descrédito, así como cierta apatía o desgaste de quienes han […]
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9 Dic, 2020
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Articulo original en español. Traducción realizada por inteligencia artificial.

La actividad política sufre hoy de un gran desinterés y descrédito, así como cierta apatía o desgaste de quienes han incursionado en ella y ven frustradas sus iniciales expectativas de transformar la sociedad en la que viven. Por ello vale la pena fijarse en Tomás Moro como modelo de vocación política y servicio público.

El escenario político actual se desarrolla en medio de una gran crisis cultural que viene de lejos y que deja al mundo occidental perplejo no solo ante los grandes cambios sociales, sino ante las herramientas de transformación política que conocía y que hoy no parecen tener demasiada validez. Ciertos niveles de incertidumbre junto a escándalos constantes de corrupción en diversos países, y la decepción o indignación de poblaciones enteras con sus gobernantes, han aumentado la falta de confianza y la pérdida de valor de la vocación política.

Escribe Hannah Arendt que los prejuicios que tenemos sobre la política no podemos ignorarlos porque «forman parte de nosotros mismos y reflejan fielmente la situación efectiva en la actualidad y sus aspectos políticos… Muestran que hemos ido a parar a una situación en que políticamente no sabemos cómo movernos. El peligro es que lo político desaparezca absolutamente».[1] Y por ello es importante recuperar el sentido original de la política en cada tiempo y comprender su razón más profunda, para así recuperar la auténtica vocación por el bien común, en la comprensión de un sano pluralismo: «La política trata del estar juntos y los unos con los otros de los diversos. Los hombres se organizan políticamente según determinadas comunidades esenciales en un caos absoluto, o a partir de un caos absoluto de las diferencias».[2]

En la antigua Grecia, en la Atenas del siglo IV a. C., el ejercicio de la política era la actividad humana por excelencia; ofrecer la vida para el bien común era una de las actividades más nobles y elevadas. Salvando las distancias, algunos de sus elementos originales pueden iluminarnos la comprensión de aspectos esenciales a la acción política en un sistema democrático.

Dos rasgos significativos de la democracia griega eran su carácter colegiado y su carácter gratuito. Las funciones públicas se ejercían en equipo, de modo que había un equilibro entre los que tenían el poder. Y quien renunciaba al beneficio particular para ocuparse de lo político lo hacía gratuitamente o, en algunas ocasiones, con una especie de salario mínimo, evitando así la búsqueda del beneficio propio. El problema era que solo los ricos podían dedicarse a la política, pero era interesante la concepción de actividad honoraria, voluntaria por el bien común, que conlleva la renuncia a los intereses particulares.

Aunque en su brevedad el modelo griego fue muy criticado y tenía varias limitaciones, sus valores fundamentales atraviesan la historia de la política.

En la tradición democrática occidental un elemento central es la igualdad de derechos de cada ciudadano. Todos pueden hablar, proponer, contradecir en igualdad de condiciones con todos y cada uno de los demás ciudadanos. A su vez, las personas designadas por todos para funciones públicas son responsables ante todos y deben dar cuentas de su gestión.

La política como tarea de todos

Reflexionar sobre política no es algo superficial para quien quiera comprender mejor el mundo en el que vive. La idea que tengamos de la política estará siempre relacionada a las concepciones que tenemos del ser humano y de la sociedad. Si percibimos la sociedad como un espacio naturalmente conflictivo y tenso, o como un orden que hay que descubrir y realizar, eso marcará una comprensión distinta de lo que entendemos por política y por ello existen grandes diferencias a la hora de pensar soluciones para los problemas de cada tiempo. A cada concepción política le corresponde una idea de ser humano y por ello esta división un tanto reductiva nos muestra que, aunque apelemos al bien común como fin de la política, no todos lo entendemos del mismo modo. Para los antiguos, los valores supremos desde los cuales se juzga el orden político son la justicia y el bien común, pero para la época moderna el valor supremo será la libertad. En el actual pluralismo ético en el que vivimos nos encontramos que para muchos ha desaparecido una cultura común, y los valores que antes eran incuestionables hoy aparecen enfrentados entre sí, haciendo más necesaria la deliberación pública sobre asuntos que antes se daban por evidentes para todos.

La política es el espacio de lo público, que se constituye en un espacio de todos, que interesa a todos, que afecta a todos y al que todos se someten. En la plaza pública se habla de lo que concierne a todos y se apela a la razón de todos. Este espacio es participable por todos y transparente a todos. En este espacio hay normas, leyes, reglas de juego que hay que respetar para el buen funcionamiento de la vida en común. El espacio público a su vez es acotado, distinto del territorio privado. Lo público y lo privado no deben enfrentarse, aunque en cada época y cultura varíen sus límites y en la actualidad estos estén cada vez menos claros.

Un modelo de vocación política

Tomás Moro (1478-1535), teólogo, político y humanista inglés, canciller de Enrique VIII, fue sin dudas una de las grandes figuras de la historia política occidental y sigue siendo un modelo de vocación política. En sus comienzos tuvo muchas dudas de si dedicarse o no a la política, porque tenía un gran prestigio como abogado y no quería servirse de la política, sino ser de los que sirven a la política. Su discernimiento se centraba en si su dedicación podría hacer mejor la cosa pública, porque sabía que de las decisiones que se toman en los altos niveles de la estructura política «fluye al pueblo entero caudal de todos los bienes y los males». Pero le animaba especialmente la influencia que un buen ejemplo de vida puede hacer de bien y se convenció de que el único modo de lograr un cambio real, profundo y duradero en la sociedad era el buen ejemplo, la presencia activa en la política y el prestigio profesional. Entendió que el político debe enfrentarse a tres problemas: la pasión por el poder, la corrupción y la obsesión por su imagen. La pasión por el poder debe enfocarse hacia el servicio a los demás en lugar de servirse a sí mismo. La pasión debe ser por el bien de todos. Por otra parte, el corrupto se sirve a sí mismo y abusa de su poder, cuando debe servir a los demás. La obsesión por el cuidado de la imagen también es un grave peligro porque lo esclaviza y le quita libertad para tomar decisiones.

A pesar de todas las dificultades que pueda acarrear el compromiso político, si de verdad se quiere humanizar la sociedad y construir un mundo mejor para todos, no se puede eludir la actividad política.


[1] H. Arendt (2019). ¿Qué es la política? Barcelona: Paidós, p. 47.

[2] Arendt (2019), o. cit., p. 44.

Miguel Pastorino

Doctor en Filosofía. Magíster en Dirección de Comunicación. Profesor del Departamento de Humanidades y Comunicación de la Universidad Católica del Uruguay.

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