Buena parte de los procesos electorales que tienen lugar año a año pueden reducirse a un procedimiento meramente formal, a través del cual se confirman o renuevan las elites gobernantes. De tanto en tanto, sin embargo, ese gigante dormido que es el pueblo se despierta para hacer una elección en el sentido más profundo del término. Son esos momentos en los que se manifiesta visceralmente, para decidir quién es y hacia dónde quiere ir. Son esos momentos en los que emerge como soberano y fundamento último del orden político.
En pocos meses, el conflicto se ha cobrado la vida de casi mil personas y ha precipitado la dimisión del presidente Yanukovich, la intervención militar rusa y tres iniciativas separatistas en las regiones de Crimea, Lugansk y Donetsk. El escenario de una fractura territorial del país, en línea con lo vaticinado por Samuel Huntington en El choque de las civilizaciones, se ha convertido en una amenaza real.
Empujados al borde de un conflicto bélico internacional o una guerra civil, el país celebró a fines de mayo unas elecciones anticipadas. Los resultados electorales fueron contundentes y pusieron en evidencia la fractura histórica que atraviesa a la exrepública soviética. Sin el contrapeso electoral de las regiones prorrusas —que no participaron ni reconocen los resultados de la elección—, Petro Poroshenko fue electo presidente en primera vuelta, con un 54 % de los votos. A menos de un mes de los comicios, Poroshenko firmó el postergado acuerdo de asociación con la Unión Europea. De este modo, ha fijado un rumbo para la nueva Ucrania, esa que emerge fracturada y dispuesta a definir el curso de su historia estrechando sus vínculos con Europa. Una nueva espiral de violencia, sin embargo, está forzando al nuevo gobierno a volver sobre sus pasos. Poroshenko no descarta el llamado a nuevas elecciones para preservar la unidad territorial del país. El reloj de la historia volverá entonces nuevamente a la hora cero y los ucranianos retornarán al momento plebiscitario en que se constituyen como pueblo.