Colombia, uno de los países tropicales que vio pasar a Alexander von Humboldt en su expedición científica latinoamericana cuando despuntaba el siglo XIX, es un lugar de extremos. La fuerza irremediable de dos mares, tres cordilleras o sus selvas. Es decir, la exuberancia de la naturaleza que compiló con juicio el alemán. Pero a doscientos años de experiencia republicana, la longevidad y estabilidad de sus instituciones democráticas o la presencia de talentos como el recién desaparecido premio nobel de literatura Gabriel García Márquez, se ha visto empañada por la persistencia de una violencia política vergonzante, que en los últimos 50 años ha arrojado cerca de 220.000 muertes, en su mayoría civiles.
Pero los últimos años de Colombia se parecen a ese fin de la historia de Francis Fukuyama que en realidad no ocurrió: ante el fracaso de propagar la paz, la fragmentación del sistema de partidos y la volatilidad, la figura del expresidente Álvaro Uribe significó la búsqueda del orden desde una ideología de derecha basada en la seguridad. Fue reelegido gracias a una poco elegante reforma constitucional a su favor y a dejar en el poder a su ministro de Defensa, Juan Manuel Santos. Pero este, una vez presidente traicionó el legado y optó por un proceso de paz discreto pero funcional en La Habana con las FARC, la guerrilla más vieja del mundo. Convertidos en enemigos, con la reelección de Santos en una polarizada segunda vuelta en que derrotó al candidato uribista Óscar Zuluaga, donde el dilema era la paz o la guerra, la mayoría de los colombianos votaron por la continuidad del diálogo en Cuba, en una especie de plebiscito por su futuro. O la prolongación del sueño de vivir sin violencia en medio de aquel paisaje que tanto sedujo a Humboldt.