Alemania es el tercer exportador a nivel mundial y su industria bélica no es una excepción a la regla. En efecto, el sello Made in Germany también es una garantía de la calidad en productos como armas ligeras, municiones, bombas, explosivos, armas de gran calibre, barcos de guerra, submarinos, software y tanques. Luego de batir nuevos récords de facturación en el año 2013, el actual vicecanciller Sigmar Gabriel se comprometió durante la última campaña electoral a limitar este jugoso negocio, que mueve más de 5000 millones de euros al año.
En la mira están las exportaciones a países que no forman parte de la Unión Europea o de la OTAN, que actualmente representan un 62 % de la facturación total. Según prometió el gobierno, se limitarán las ventas a países en guerra civil o en los que no se respete el Estado de derecho. Argelia, Qatar, Arabia Saudita e Indonesia se encuentran en la lista de clientes cuestionados. Ha trascendido que las restricciones se aplicarían a la venta de tanques y de armas ligeras, a las que Kofi Annan describió como “las nuevas armas de destrucción masiva”. En otros medios, se ha señalado que solamente se seguirían exportando armas que no puedan ser empleadas contra la población civil, como barcos y submarinos.
El argumento de fondo resulta bastante tautológico: Alemania debe seguir vendiendo armas al mundo para estar en condiciones de producir armas, con las cuales defenderse de sus enemigos. Sin caer en esa clase de disquisiciones lógicas, el gobierno ha respondido a los críticos proponiendo que reorienten su producción a industrias civiles, como la automotriz. Para un gigante económico como Alemania, que exporta casi 1500 millones de euros al año, las ventas de armas a terceros países representan un 0,2 % del total. Frente a un electorado demasiado memorioso para desoír su promesa, al gobierno le ha llegado la hora de vencer resistencias internas y cumplir con su compromiso.