La historia de Europa se debate entre la guerra y la paz, y en eso no deja de parecerse al resto del mundo. Sin embargo, esa misma Europa, la que alguna vez fue raptada por un dios celoso y se enfrentó a sí misma durante siglos, ha aprendido a convivir hasta el punto de ser reconocida con un premio Nobel. A un siglo de conmemorarse el inicio de la Gran Guerra (que se creía que iba a ser la confrontación definitiva antes del orden), esta suerte de drama con final feliz sirve para recordarnos que las actuales elecciones parlamentarias son resultado de un proyecto de convivencia y no de destrucción.
¿Qué hacer? La salida ante una pérdida de comunicación —llamémosle de integración para no volver a hablar de déficit democrático— no es la ruptura, sino la recuperación de un mensaje social, enfocado a las nuevas generaciones que no vivieron aquellas guerras pero están hoy amenazadas por un retroceso en su estabilidad laboral y poder adquisitivo. Una Europa social que deberá seguir contando, guste o no, con el protagonismo alemán, que recupere la confianza de la periferia y de los críticos de derecha e izquierda. Es decir, avanzar hacia un federalismo más real: el continente pacificado que alcanzó a delinear Kant. La cuestión es si existe un liderazgo dispuesto a hacerlo realidad.