¿Hay sentido en hacer parte del proyecto cultural moderno de Occidente desde una de sus periferias y a la vez pretender ser uno de sus mayores críticos? Esta duda política y existencial, propia del pensamiento crítico autónomo, ha florecido en diversos autores de América Latina, desde exponentes de la izquierda marxista a los de una derecha reaccionaria, y emerge con singular fuerza en el pensador conservador bogotano Nicolás Gómez Dávila (1913-1994).
Gómez Dávila, más que un reaccionario, fue un tradicionalista. Tal como en Jorge Luis Borges, el desdén por el presente corría por su ADN estético y, en muchos casos, se impuso al político.
De allí que —como en el argentino— su espeso sentido del humor y su despiadada crítica a la banalidad y corrupción que habría alcanzado la sociedad liberal en la era moderna pudiera incomodar a los optimistas o a los revolucionarios. Pero es justamente ese grado de incomodidad, es decir, de libertad de pensamiento basado en su escepticismo antropológico, su conocimiento de las lenguas clásicas y de autores como Tucídides, Buckhard, Montaigne, Pascal o Nietzsche lo que hizo que su obra se convierta hoy en uno de los aportes más atípicos y destacados del pensamiento colombiano y latinoamericano a los estudios políticos. Si bien sus escolios se dieron a conocer a finales de la década de 1970, es con la reedición prologada por el italiano Franco Volpi que en el nuevo milenio comienzan a cruzar fronteras, y llega su legado a ser presentado y comentado en Alemania.
Curiosamente el pensamiento paradójico y jerárquico de Nicolás Gómez Dávila, donde su desdén por el concepto de soberanía popular, su señalamiento a los errores teológicos de la Iglesia Católica y la vulgaridad generalizada adopta en la síntesis su esplendor, se asemeja en su estrategia al posmoderno Twitter (como ya lo emulan algunos de sus seguidores). Para muestra, un botón:
– El mundo moderno no será castigado. Es el castigo.
– Verdadero aristócrata es el que tiene vida interior. Cualquiera que sea su origen, su rango o su fortuna.
– La historia debe relatarse como tragedia, no como desacierto.
– El mito es el único modo de expresar verdades simples.
– La vida escribe sus mejores textos en apéndices y márgenes.