Resulta irónico que, tras derrocar al régimen de Fulgencio Batista, la revolución victoriosa se empeñara en construir una sociedad a imagen y semejanza de la prisión donde la dictadura había encarcelado a sus líderes.
El Presidio Modelo, que recluyó a los hermanos Fidel y Raúl Castro y a una veintena de guerrilleros más en 1953 tras el asalto al Cuartel Moncada, tenía un diseño panóptico. En el centro de cada uno de sus edificios circulares se erguía una torre de vigilancia desde donde el guardián podía ver todas las celdas sin que los presos supieran si estaban o no siendo observados. La asimetría de la visibilidad aseguraba la permanencia de los efectos latentes de un poder que era tanto más efectivo cuanto menos necesitara activarse. Los presos debían comportarse todo el tiempo como si estuvieran siendo observados.
La Revolución Cubana reprodujo este modelo a escala, aplicando su principio a la construcción de todo el edificio social.
Espacio cívico cerrado
Tal como lo documenta el CIVICUS Monitor, Cuba tiene espacio cívico cerrado. Y, a diferencia de otros países de la región que, como Nicaragua, experimentaron en tiempos recientes procesos de autocratización y cierre del espacio cívico, Cuba carece de espacio cívico por diseño. Las libertades de asociación, expresión y reunión pacífica no están reconocidas ni en la ley ni en la práctica.
El artículo 5 de la Constitución de Cuba, reformada en 2019, continúa designando al Partido Comunista de Cuba (PCC) como “la fuerza política dirigente superior de la sociedad y del Estado”. Toda organización y campaña de candidatos que se presenten al margen del PCC es ilegal.
El PCC es la “fuerza política dirigente” no solamente del Estado sino también de la sociedad. Sus organizaciones asociadas abarcan todas las dimensiones de la vida de las personas. El artículo 6 de la Constitución, en particular, erige a la Unión de Jóvenes Comunistas en vehículo exclusivo para la organización de la juventud. Toda pertenencia o lealtad rival está fuera de cuestión.
“Interés social”
El artículo 14 de la Constitución reconoce la existencia de las organizaciones sociales siempre que cumplan la función de incorporar a la población a “la edificación, consolidación y defensa de la sociedad socialista”. La Ley de Asociaciones otorga al gobierno discrecionalidad para denegar reconocimiento legal a las organizaciones que no considere de “interés social”. Para las organizaciones que están fuera de la órbita del Estado socialista es muy difícil obtener reconocimiento legal. Y la pertenencia a organizaciones no reconocidas es un delito para el cual el nuevo Código Penal, en vigor desde diciembre de 2022, ha aumentado drásticamente las penas.
De igual modo, la Constitución dice garantizar el derecho a la información y la libertad de expresión, pero solo si dicha expresión es conforme a “los valores de la sociedad socialista”. Dice reconocer la libertad de los medios de comunicación, pero prohíbe los medios de comunicación privados. De ahí que los medios independientes operen al margen de la ley y su trabajo se considere “propaganda enemiga”. Desde 2019, el decreto ley 370 penaliza la publicación de “noticias falsas” o que afecten la moral pública o el prestigio de Cuba. El texto es tan vago y ambiguo que el gobierno puede utilizarlo a discreción para censurar opiniones críticas. Además, el nuevo Código Penal sanciona con penas de prisión la crítica a funcionarios del Estado.

Control social panóptico
Finalmente, el artículo 56 de la Constitución de Cuba reconoce la libertad de reunión siempre y cuando se ejerza “con respeto al orden público y el acatamiento a las preceptivas establecidas en la ley”. Pero son ilícitas todas las reuniones públicas convocadas por organizaciones cuya existencia sea ilegal. El Código Penal tipifica como delitos todas las tácticas de protesta utilizadas por la sociedad civil y la oposición política.
Estas herramientas legales son las bases de un régimen extremadamente represivo, aunque no particularmente sangriento. La represión violenta no ha estado en modo alguno ausente, pero ha tendido a ser episódica, emergiendo a la superficie toda vez que los mecanismos de control social han fallado en su función de reproducir la ideología del consenso.
El régimen siempre ha tenido presos políticos en cárceles donde se practica la tortura, pero no ha necesitado convertirse en un régimen carcelario. Ha prohibido las protestas, pero no ha necesitado reprimirlas disparando munición viva sobre decenas o centenares de manifestantes. No ha necesitado hacerlo porque durante décadas su sistema de control social, basado en la vigilancia y la delación, ha funcionado muy bien.
Peligrosidad predelictiva
En una sociedad panóptica eficiente, la mayoría de las personas actúa como si estuvieran siendo vigiladas en todo momento. Puesto que a todas ellas les ha sido encomendado vigilar a sus vecinos y reportar sus contravenciones, deben asumir que sus vecinos harán lo mismo con ellas. Puede que su fe en el sistema flaquee. Pero no tienen forma de saber si hay otros a quienes les ocurre lo mismo; por si acaso, seguirán actuando como si siguieran creyendo.
Durante décadas, los Comités de Defensa de la Revolución han sido los órganos omnipresentes de vigilancia a nivel barrial, encargados de reunir y reportar cada detalle de la vida de las personas. En sus épocas de mayor gloria, el grueso de la población participaba de sus labores; la mera ausencia resultaba sospechosa. La “conducta antisocial” era la antesala de lo que el antiguo Código Penal tipificaba como “peligrosidad predelictiva”. Habilitaba la detención preventiva de quienes fueran identificados como propensos a la comisión de delitos políticos como la “desobediencia”.
Este sistema es muy efectivo a la hora de identificar disidentes y, lo que es clave, aislarlos y neutralizarlos. Los convierte en blanco de advertencias, actos de repudio, intimidaciones, seguimientos, arrestos domiciliarios de facto, detenciones arbitrarias, procesos legales. Numerosos periodistas, activistas y opositores son “regulados”, es decir, impedidos de salir del país. O, por el contrario, obligados a salir en forma definitiva como alternativa a la cárcel.
El milagro de la protesta
En un sistema panóptico que funciona, las acciones colectivas son impensables. Por lo que las protestas que se iniciaron el 11 de julio de 2021, masivas y políticas, fueron lo que Hannah Arendt llamaría un milagro: la ocurrencia de lo infinitamente improbable. Una cantidad importante de gente se dio cuenta de que no estaba sola y perdió el miedo.
La internet móvil, disponible desde 2018, hizo su parte: le dio a la gente una forma fácil de organizarse, coordinar acciones y —lo más importante— de documentar su audacia. Atrás quedaban los tiempos en que todo intento de protesta podía ser fácilmente aislado antes de que nadie más se enterara, asegurando que todos continuaran convencidos de que el régimen conservaba el apoyo mayoritario.
No resulta sorprendente que el régimen no se lo viera venir. Pero su respuesta represiva fue instantánea y contundente. La seguridad pública trató de impedir que la gente protestara o informara sobre las protestas. Incluso deteniendo a manifestantes y periodistas cuando se dirigían a las protestas y evitando que reconocidos activistas pudieran salir de sus casas. Más de mil personas fueron detenidas, procesadas y juzgadas sin el menor atisbo de garantías del debido proceso.
En los tres años transcurridos desde el 11J, el régimen ha tenido una sola idea fija: evitar un nuevo 11J. Pero tiene un problema: va a ser muy difícil borrar la memoria de ese momento de pérdida del miedo y experiencia de poder colectivo. En las calles, los y las cubanas reivindicaron su derecho a tener derechos. Derechos de verdad, exigibles frente al Estado, no concesiones otorgadas desde arriba. Y los reclamos de derechos son reacciones en cadena, muy difíciles de controlar. En el largo plazo, el régimen vetusto lleva las de perder.