La estropeada evacuación de Estados Unidos (EUA) de Afganistán aguó la fiesta del presidente estadounidense Joe Biden, que había planeado poner fin a la intervención militar más larga de la historia de su país, en la emblemática fecha del 11 de septiembre, en el vigésimo aniversario de los asombrosos ataques yihadistas, en los que murieron casi tres mil personas, convirtiendo en escombro las torres del World Trade Center, de la ciudad de Nueva York, un símbolo del capitalismo, y destruyendo parte de la sede del Pentágono, muy cerca de Washington DC, un imponente edificio que rezuma el poder militar de la principal potencia del mundo.
El significado simbólico que el presidente quería darle a la conmemoración de las dos décadas del 11-S no solo se arruinó por la tensión y temor que provocó la retirada caótica de Kabul. También empañó la decisión histórica del jefe de la Casa Blanca de que el punto final en Afganistán significara el primer mojón de una nueva política exterior, más ajustada a los desafíos que enfrenta EUA en el ya consolidado siglo XXI en el que conviven viejos y nuevos demonios.
«Esta decisión sobre Afganistán no se trata solo de Afganistán. Se trata de poner fin a una era de importantes operaciones militares para rehacer otros países», explicó el mandatario estadounidense, en una de las tantas apariciones públicas de fines de agosto, en que reiteró su convencimiento de que había llegado el momento de archivar la doctrina de la guerra contra el terrorismo tal como la interpretó en su momento el presidente republicano George W. Bush (2001-2009).
Estrategia internacional
La remozada estrategia internacional y militar de Biden tácitamente supone también una crítica velada a la política de su exjefe, el demócrata Barack Obama, que en esencia siguió caminando en la misma dirección de Bush. Por lo menos, nunca hubo más soldados estadounidenses en Afganistán que durante la gestión del primer presidente afroamericano en llegar a la Casa Blanca, pese a que había prometido terminar con la campaña militar en este complejo país.
La política internacional debe estar a tono con «un mundo nuevo» y ello significa dar respuestas efectivas, no a las amenazas de hace 20 años, sino las que representan los verdaderos peligros para EUA de hoy y de cara al futuro: un terrorismo que se ha extendido más allá de Afganistán, a lo que se suman desafíos múltiples como la rivalidad con China, las operaciones de Rusia, los ciberataques y la proliferación nuclear.
La retirada de Afganistán es una reacción a una misión militar eterna y de objetivos imposibles de cumplir. El cierre de una guerra sin sentido se sumó a una nueva visión de la política exterior cuyo foco se pone en la lucha contra un terrorismo que ha mutado, con una tecnología estadounidense de armamento militar que no justifica la presencia masiva y permanente en el terreno, y en una batería de políticas en función de las «nuevas amenazas». Y todo ello sin descuidar la diplomacia, las herramientas económicas y el trabajo en conjunto con los países aliados.

«Al pasar la página sobre la política exterior que ha guiado a nuestra nación durante las últimas dos décadas», dijo Biden, es momento de realizar una autocrítica y aprender de los errores.
Para el presidente, es una quimera embarcarse en grandes operaciones militares, acciones propias de la Guerra Fría, con el propósito de «rehacer» a largo plazo países en conflicto, como es el caso de Afganistán. Los dos billones de dólares gastados en veinte años de una guerra en la que hubo más de 20.700 estadounidenses heridos y 2.461 soldados que perdieron la vida, para finalmente retirarse por la puerta de atrás, parecen darle la razón al gobernante demócrata que trazó el camino para terminar con el EUA como policía del mundo.
Pese a ello, la doctrina Bush de la guerra global contra el terrorismo tuvo un resultado mixto, pues, junto con el fracaso de pretender construir una nación democrática, cohesionada y unificada, tuvo un éxito notable en impedir ataques terroristas a gran escala en su propia casa, el objetivo más importante. Además de matar a bin Laden, la personificación del mal en términos occidentales, en este tiempo murieron alrededor de cien estadounidenses en su propio país por atentados inspirados en el radicalismo islámico.
La visión internacional de la Administración Bush fue ganada por una actitud triunfalista por la derrota del comunismo soviético y las mentes de Guerra Fría de sus colaboradores más influyentes como Dick Cheney, Donald Rumsfeld y Paul Wolfowitz.
Tras el 11-S, el Gobierno republicano resolvió rápidamente invadir Afganistán, con los objetivos claros de atrapar a Bin Laden y acabar con los talibanes en el poder, quienes le habían dado cobijo. Y, como dijo Bush dos años después de la intervención militar, contribuir «a liberar a un pueblo oprimido», convirtiéndolo en un país «seguro» y reconstruir la sociedad, además de ayudar «a educar a todos sus hijos, niños y niñas.
El historiador noruego Odd Arne Westad, especializado en la Guerra Fría, profesor de la Universidad de Yale, observó con agudeza que la reacción al 11-S no fue solo la necesidad de infundir tranquilidad a los ciudadanos, sino también una oportunidad para demostrar el poder estadounidense y promover el régimen democrático en el mundo, que, quizás, no hubiera ocurrido sin una experiencia tan dramática (Westad, 2018).
El fracaso estuvo en creer en la posibilidad de construir una democracia liberal, unificada y centralizada en Afganistán, un país con características muy peculiares. En ese sentido, llama la atención que EUA no haya tomado debida nota de la nefasta experiencia de la ex-Unión Soviética.
En la monumental biografía sobre Mijaíl Gorbachov, el cientista político neoyorquino William Taubman (2018) cuenta que el último presidente soviético se arrepintió de no haber decido mucho antes la salida de su país de Afganistán, donde sufrió una «derrota ignominiosa».
Taubman aprovecha el pasaje donde aborda la autocrítica de Gorbachov para introducir una reflexión luminosa: «Los paralelismos entre los problemas soviéticos en Afganistán en 1985 y los dilemas estadounidenses treinta años después son innumerables: unos líderes afganos corruptos; unas fuerzas armadas afganas de poco fiar; una población cada vez más ajena al esfuerzo de guerra; santuarios enemigos al otro lado de la frontera paquistaní; un proceso de reconciliación nacional que no funcionaba, y unos plazos de retirada en apariencia indeterminados».
Biden, en cambio, sí parece haber aprendido de la lección soviética de hace 35 años y por ello prefirió pagar un enorme costo, seguro de corto plazo, con la salida fallida de Kabul, antes que mantener una guerra perenne y sin un propósito claro.
La partida de Afganistán es para culminar una intervención sin fin, pero de un enemigo permanente como es el movimiento yihadista internacional, que ha ganado terreno en amplias regiones de Oriente Medio, Asia del Sur y África del Norte, cuyas condiciones políticas son violentas e inestables y de un futuro desalentador desde el punto de vista económico, un caldo de cultivo para que los grupos terroristas recluten jóvenes desesperanzados.
Se calcula que el número de ataques y víctimas del terrorismo islámico es de entre tres y cinco veces más en términos anuales que los que hubo en 2001 y que hubo un aumento exponencial de grupos activos, que, según estudios, suman entre 100.000 y más de 230.000 combatientes.
Biden, de una gran veteranía en los pasillos del poder de Washington, y con gran experiencia en el desenvolvimiento del orden internacional, tiene muy presente que la guerra tras el 11-S terminó con bin Laden, debilitó a Al Qaeda en su afán de crear un poderoso ejército yihadista global y dejó a ISIS lejos del sueño del califato.
La amenaza del yihadismo
Pero es consciente también de que a veinte años de los atentados a las Torres Gemelas y a la sede del Pentágono, el yihadismo transnacional, ahora bicéfalo, sigue siendo una amenaza real, con un enorme ejército sin Estado sin temor a la muerte.
La doctrina Bush no pudo derrotar un relato islámico radical que no nació el 11-S sino a mediados del siglo XX en las cárceles de Egipto. Desde entonces existen grupos islámicos que, con mayor o menor éxito a lo largo del tiempo, promueven una lectura intolerante de la sharía que, hoy por hoy, se conjuga con la violencia extrema contra los vértices de Occidente.
Biden cree que su nueva política internacional es más apropiada para un mundo muy diferente al del 11 de septiembre de 2001. Pero ha permanecido inmutable el odio de un movimiento fundamentalista, convencido de que el «infiel» Estados Unidos encarna un genio maligno.
Referencias
Westad, O. A. (2018). La guerra fría. Una historia mundial. Barcelona: Galaxia Gutenberg.
Taubman, W. (2018). Gorbachov. Vida y época. Barcelona: Debate.