Los artistas siempre han estado en la mira de los regímenes autoritarios. El caso de Cuba muestra que, lejos de debilitarse, los grupos organizados del 27N construyen una identidad colectiva y se movilizan. ¿Será la libertad más fuerte que la prepotencia?
«Nobleza, dignidad, constancia y cierto risueño coraje.
Todo lo que constituye la grandeza sigue siendo esencialmente
lo mismo a través de los siglos».
Hannah Arendt
Un contexto para la represión
En Latinoamérica, 2021 ha iniciado con una ofensiva general de las autocracias del bloque bolivariano contra su sociedad civil. Neutralizadas por la represión, la cooptación o el exilio, las fuerzas de oposición político partidarias —los regímenes de Caracas, La Habana y Managua— apuntan a destruir las bases mismas de la autoorganización y autonomía civil. No importa que se trate de grupos de reivindicación de identidades sociales específicas, de colectivos de defensores de Derechos Humanos o de organizaciones asistenciales de anclaje comunitario. En Cuba se amplía la campaña estatal —mediática, policial— contra los artistas del movimiento 27N. En Nicaragua aprueban medidas para criminalizar el trabajo y apoyo internacional a las ONGs. En Venezuela apresan activistas que repartían alimentos y medicinas en zonas pobres. En los tres casos, la organización autónoma de ciudadanos y la solidaridad hacia ellos se convierte en obsesión gubernamental.
Sin embargo, los casos difieren en su estadío de desarrollo. Lo que en Nicaragua y Venezuela se advierte como un proceso (la autocratización) en pleno avance, en Cuba es un bucle despótico que se enreda, sucesivamente, sobre sus propios y vetustos precedentes. Y, en la isla como en sus vecinos, la disputa entre poder y sociedad se monta sobre una enorme asimetría de fuerza bruta, información y apoyos geopolíticos, que aún beneficia al primero. Pero que adquieren, en la actual coyuntura pandémica, nuevos rostros y texturas, que merecen ser explorados.
Pese a la vocación totalitaria, los conflictos sociales y políticos en la Cuba posrevolucionaria existen. Históricamente han sido manejados y sofocados, por disímiles vías, desde las ventajas del Poder. El Estado cubano no sabe —porque su naturaleza no es la de un orden democrático donde los funcionarios responden a la deliberación, a el control popular y a la publicidad política— resolver los conflictos. Arroja a los individuos involucrados en ellos a la incivilidad, al descrédito, a la represión sostenida, a la vigilancia, a la muerte moral y social. Y luego trabaja, desde sus herramientas gubernamentales, para justificar, ocultar y tergiversar la realidad que provocó el conflicto. Se trata de un fenómeno observable empíricamente, que ha provocado —incluso en la mayoría aparentemente pasiva y resignada de la población— la constante pérdida de legitimidad de un gobierno cada vez más abusivo, aislado e incapaz de continuar sosteniendo la idea de representatividad y legitimidad que dice ostentar.
El desafío emergente
Cuando el 26 de noviembre de 2020 se desalojaba a la fuerza a un grupo acuartelado en la sede del Movimiento San Isidro (MSI), alegando causas epidemiológicas —toda muestra de biopolítica autoritaria— comenzaba una escalada de conflictos cuyo desenlace era —y aún es— complicado de predecir. Porque si bien se presuponía cuál sería la actuación estatal, muchos otros factores contextuales incidían en el dibujo de una situación, podríamos decir, novel en comparación con las ocurridas con anterioridad en el archipiélago.
Sobrevino la articulación del 27 de noviembre (27N) frente al Ministerio de Cultura (Mincult), el rompimiento del diálogo por parte de esta institución, las campañas mediáticas —constantes y difamatorias— para empujar la legitimidad de los reclamos hacia el discurso del mercenarismo. Sobrevino también la vigilancia y la represión a numerosos participantes, en especial al grupo de los 30 que dialogó esa madrugada con Fernando Rojas, viceministro de Cultura.
El propio Mincult, a través de alocuciones en la Televisión Nacional y declaraciones oficiales en sus redes oficiales —ocurridas a partir del 4 de diciembre de 2020— dejó claro que no habría diálogo con los miembros del 27N por considerarlos una mezcla de contrarrevolucionarios, insolentes y confundidos por una estrategia de golpe blando proveniente de los Estados Unidos. El Mincult promovió y realizó una serie de reuniones con jóvenes seleccionados —algunos estuvieron presentes el 27 de noviembre— pero sin reconocer o responder a los reclamos iniciales del 27N. Aunque, incluso, en esos espacios bajo diseño y control del Estado, se colaron reclamos por derechos y contra la violencia estatal que remitían al 27N.
Curioso resulta entonces que el 11 de diciembre de 2020 el viceministro Rojas se pusiera en contacto con una integrante del grupo de los 30 e indagara si continuaban prestos al diálogo. Pidiendo discreción y prometiendo un encuentro con el ministro de Cultura Alpidio Alonso. Luego de negociaciones internas, el 29 de diciembre se reúnen tres voceros del 27N con Rojas e intercambian sobre condiciones para el diálogo. Hay aquí un primer dato: una voluntad de diálogo, inteligentemente sostenida por los manifestantes, que revela tanto su postura política favorable a la deliberación como la sagacidad para no dejarse orillar a las posturas de la intransigencia o la cooptación. Una muestra de poder de los sin poder.
El día 12 de enero de 2021 los integrantes del 27N envían un correo electrónico con sus propuestas y condiciones. Catorce días después el viceministro pide reunirse nuevamente con los tres voceros el 27 de enero, día en que se cumplían dos meses de la plantada frente al Mincult y en vísperas del natalicio de José Martí. Para ese día, algunos de los miembros del 27N deciden congregarse nuevamente en las afueras de la institución para exigir una respuesta pública y transparente de lo que hasta el momento venía sucediendo. A ello se sumó la protesta por las detenciones arbitrarias que esa mañana se produjeron contra artistas y periodistas independientes.
El desenlace de esta nueva situación no solo fue violento, sino anticonstitucional por atentar contra el derecho a la mainfestación pacífica consagrado en la nueva Constitución. Cumpliendo, además, con los criterios sanitarios —uso de cubrebocas, sana distancia— que muchas de las propias actividades gestionadas por el gobierno —colas para venta de productos, concentraciones de apoyo «a la Revolución»— no han mantenido. La represión desatada, con funcionarios saliendo de las instalaciones para agredir a los manifestantes, es otra muestra adicional de que el aparato gubernamental cubano no está dispuesto a consentir ningún tipo de reclamo de derechos de parte de individuos o grupos organizados. Que su guión «deliberativo» sigue siendo: yo te convoco, tú participas, yo pongo la agenda, tú la apruebas.
Estamos ante la presencia de un campo de fuerzas con una dominación estatal muy definida. Que se ha ramificado hasta penetrar todo aspecto micro y macro social, individual y colectivo, privado e íntimo. Pero donde brotan, constantemente, y producto del propio sistema, desafíos endógenos a aquella dominación.
El poder —tangible y simbólico— del Estado cubano continúa siendo prototípicamente autocrático. Sus argumentos contra las reivindicaciones son similares a los que presentan sus aliados bolivarianos, pero también los gobiernos de Rusia o China. Se invoca la desestabilización desde afuera, el incumplimiento de la ley o las buenas costumbres. Un coctel conservador, reaccionario y autoritario, que poco tiene que ver con cualquier noción de revolución y poder popular. Todos los mecanismos de funcionamiento del sistema tributan a ese control y discurso despóticos. Y tributan para mantener en jaque a una sociedad civil que cada vez pareciera radicalizarse más desde sus individualidades y comunidades, aunque aún no alcanza la masa crítica —necesaria para la democratización— que se erija como contrapoder al Estado, forzándolo a dialogar en igualdad con sus ciudadanos.
Los sucesos alrededor del Movimiento San Isidro y el 27N desatados en noviembre de 2020 —desde lo político, lo cultural y lo cívico—debieran entenderse como auténticas manifestaciones de la agencia de individuos que se rebelan contra la estructura social. Estructura social que conceptualizamos aquí, desde Giddens, como marcos de comportamiento que impone la sociedad a los sujetos. Ejemplo práctico del dilema teórico entre estructura y agencia planteado desde la sociología clásica: ¿hasta qué punto somos actores creativos que controlan activamente las condiciones de nuestras vidas o simples reproductores de dinámicas derivadas de un marco social —nación, instituciones, clase— más amplio?
El caso cubano, posterior a 1959, deviene contexto para observar y dilucidar estos procesos que matizan las interpretaciones más dogmáticas las teorías. Y de eso se trata. En ausencia de análisis situados e interdisciplinarios, no podrá entenderse o explicar la Cuba posrevolucionaria en toda su dimensión. Estamos ante la presencia de un campo de fuerzas con una dominación estatal muy definida. Que se ha ramificado hasta penetrar todo aspecto micro y macro social, individual y colectivo, privado e íntimo. Pero donde brotan, constantemente, y producto del propio sistema, desafíos endógenos a aquella dominación.
El MSI y 27N debieran entenderse desde la importancia real —lo cual no quiere decir efecto inmediato o automático de las cosas— de la acción humana. Una acción que se desata, siempre, desde la individualidad. Desde una comprensión, digamos, empírica, de que la estructura es estructurante, pero la agencia la reta y, en ciertos modos y momentos, la modifica.
Tanto el MSI como el 27N, desagregados en ciudadanos con capacidad de agencia —que coindicen en tiempo, espacio, deseos y perspectivas— han reconocido que poseen un papel activo en la construcción y readecuación de la estructura social. Que esto es posible durante el mismo devenir de sus actividades cotidianas. Y aunque el asunto pudiera parecer algo lógico, en el caso cubano no lo es, pues la imposición de una conciencia homogénea por un lado y la administración férrea del Estado, por otra, ha construido una narrativa maligna que busca ocluir y anular, sistemáticamente, este poder de agencia.
El 27N ha reconocido, por otra parte, que las estructuras sociales solo pueden existir si los sujetos que las conforman se comportan de forma regular durante el uso de ellas. Por lo tanto, la primera ganancia tangible del MSI y del grupo que se manifestó ante el Ministerio de Cultura el 27 de noviembre de 2020, es la conciencia —que alcanzó esta vez una cuantía apreciable de ciudadanos— de que la acción humana es capaz de cambiar y remodelar aún las estructuras bien establecidas. Toda meta comienza por un inicio. Un milagro de acción, diría Arendt.
Ahora bien, están inmersos, a la vez, en un complejo marco social que responde a un determinado frame goffmiano, con principios de organización que gobiernan los acontecimientos. El hecho de que varios individuos actúen de manera conjunta para lograr un determinado objetivo no puede entenderse como un dato, sino como un hecho que exige explicación. No siempre, aunque compartan intereses similares, individuos aislados actúan de manera conjunta para conseguirlos. «Hay que explicar —especifica Ludolfo Paramio— por qué, cuándo o en qué condiciones pueden llegar a actuar conjuntamente en función de sus intereses».
.El juego está abierto
Cada diez años aproximadamente, tras el triunfo de la Revolución cubana, se han producido en el archipiélago antillano picos de tensión social. Estos vienen acompañados de una acumulación de malestares que el gobierno cubano ha procurado resolver abriendo válvulas de escape o deslegitimando las expresiones legítimas que los han impulsado. Estos picos poseen las más variadas conformaciones sociales y los más diversos reclamos. Han incluido el allanamiento de la sede diplomática de Perú en Cuba, en 1980; el encarcelamiento de 73 activistas, periodistas y opositores durante la Primavera Negra, en 2003: y, ahora, hasta la presión generada por el MSI y la articulación representativa del 27N.
Se trata de ciclos recurrentes, en los que el Estado cubano ha actuado contra la acción colectiva con éxito, remozando su dominación a mayor escala. Buena parte los protagonistas de estos sucesos terminan abandonando el país y, por ende, quebrando una línea de resistencia interna. Los protestantes aparecen aún cómo minorías —con respecto a la población total del país— que no logran mutar en un movimiento social con influencias que trasciendan a las redes de semejantes. Al tiempo, al evaluar la situación actual, se puede visualizar un panorama tenso, con ciertas características observables.
En primer lugar, tenemos a un Estado que pierde legitimidad —la cantidad y calidad de sus convocatorias y narrativas de apoyo lo demuestran, así como las reacciones espontáneas de la gente ante actos represivos— que ha tenido que desplegar su ardid coercitivo a mayor visibilidad y con mayor brutalidad. Pero se trata de un Estado aún ostensorio de todo el poder. Cuya aparente sobrereacción —cortes de Internet, campaña histérica en medios masivos— revela que, si quienes tienen toda la ventaja informacional sobre el adversario responden de este modo, alguna preocupación deben tener sobre las posibilidades de su éxito.
Por otro, aparecen instituciones estatales y organizaciones de masas —burocratizadas, ineficientes y parasitarias— incapaces de garantizar derechos o representar a sus miembros, pero que les encuadran en modos de participación pasivos y aquiscientes. Existe una esfera pública —medios masivos— y mercantil —mercado oficial, privado e informal tolerado— bajo la vigilancia del Estado, lo que le garantiza la neutralización de las tensiones sociales que se acumulan. Y continúan existiendo individuos —mayormente envejecidos, desinformados y políticamente insertados— que apoyan, perpetúan y legitiman las violaciones del gobierno de la isla.
La represión y la difamación a los miembros del 27N han provocado que el grupo reaccione y no que se destruya, han provocado que busquen la fortaleza en una identidad colectiva que ya es y que ya existe.
El 27N y el Estado cubano representan dos minorías enfrentadas, sobre una mayoría a medio camino entre la expectación y la apatía.
Una posee todos los recursos terrenales del poder, pero descansa sobre una lógica vertical y analógica que no consigue derrotar una emergencia en red —física y digital— que le desafía de modo transparente.De modo que, aunque no florece aún una masa crítica en el país, sí se gesta. Tres factores, de manera esencial, han incidido en la eclosión que significa el 27N —aunque a la vez son elementos que atentan también contra su supervivencia—: a) la agravada represión del gobierno cubano sobre los artistas y sobre cualquier individuo que disienta y reclame los derechos que no posee, b) la creciente precariedad de la vida en Cuba y c) la situación sanitaria que atraviesa el país debido al covid-19. A todo lo anterior se le suma lo complejo que ha resultado para los miembros del 27N lograr una articulación funcional. Algo típico de los problemas de acción colectiva, bajo entornos autoritarios.
A pesar de ello están ya desatados, aunque modestos, algunos aspectos necesarios para la movilización colectiva. Y los traspiés de la actuación estatal solo tributan a ello. La represión y la difamación a los miembros del 27N han provocado que el grupo reaccione y no que se destruya, han provocado que busquen la fortaleza en una identidad colectiva que ya es y que ya existe. Y en esa búsqueda se enfoca también el descubrimiento de la libertad; de saber quién se es y poder elegir en consecuencia.
Notas: