La fuerte polarización de la sociedad política estadounidense se refleja hasta en los comportamientos de los ciudadanos acerca de la buena práctica de cubrir el rostro en los espacios públicos o compartidos para evitar el contagio de la covid-19. En un ambiente político de crispación, el tapabocas forma parte de una guerra cultural entre los adláteres del presidente republicano Donald Trump, que se niegan a usarlo, y, en la vereda de enfrente, los votantes demócratas o independientes.
En Washington hay muy pocos temas que escapan a la reyerta política interna, algo que también se refleja en el resto del país. Uno de ellos es la preocupación por el papel de China en la política global sobre lo cual hay un amplio consenso, aunque no así en la estrategia para enfrentar a un enemigo que le pisa los talones y que, a esta altura, tiene todos los condimentos de una nueva guerra fría.
Cada vez más, los estadounidenses ven el poder y la influencia de China como una gran amenaza para Estados Unidos (EEUU), según una encuesta de Pew Research Center, difundida el mes pasado. Entre 2018 y mayo pasado, la percepción negativa sobre China subió 14 puntos porcentuales, saltando de 48% a 62%. La mala imagen del régimen que lidera Xi Jinping empeoró durante la gestión de Trump, quien emprendió una furiosa guerra comercial que tuvo una tregua en enero pasado, pero que ahora tastabilla debido a las tensiones diplomáticas por la gestión de la COVID-19.
El jefe de la Casa Blanca advirtió que maneja la opción de “cortar todos los puentes” con China. Joe Biden, el contrincante demócrata de Trump en las elecciones nacional del próximo 3 noviembre, es muy crítico de China, pero también de la política del presidente republicano de luchar en solitario, sin el apoyo de sus históricos aliados europeos. Pregona un frente común para enfrentar los abusos comerciales y tecnológicos de China.
El rechazo popular y el consenso político de Washington contra Pekín dejan ver que es un asunto que trasciende a Trump. La tensión entre las dos principales potencias del mundo se manifiesta como un conflicto de fondo como el que en su momento disputaron EEUU y la ex Unión Soviética (URSS).
Tecnológica en pugna
La Guerra Fría del siglo XX fue una confrontación entre el capitalismo democrático (EEUU) y el socialismo real (ex URSS) que llegó a reflejar un sistema internacional propio, de una gran influencia en el devenir de los países que se recostaban sobre uno u otro bando de la disputa mundial, y muchas veces de manera trágica. Los regímenes de China, de Corea del Norte y de Cuba, políticamente cerrados, podrían considerarse vestigios de aquella pugna, aunque en las aguas del mundo económico actual, el buque insignia avanza con el motor del capitalismo. Hasta los herederos de Mao, aunque con sus peculiaridades, se convirtieron en actores de la lógica de la globalización y la competencia empresarial.
El sistema capitalista globalizado explica en parte que la guerra fría del siglo XXI entre EEUU y China sea más compleja que la de la centuria pasada. Es una lucha por la supremacía mundial en términos geopolíticos e ideológicos y, a la misma vez, una competencia brutal en términos económicos. Es por eso que la guerra fría del presente supone una feroz carrera contrarreloj por el avance y la penetración global de la tecnología.
El ganador de la competencia representará un nuevo poder global medido en binary digit. Como escribió John Thonhill, editor de Innovación del Financial Times, “la guerra fría 2.0 tiene que ver con el software civil y la innovación tecnológica”. Y la principal batalla se libra en el terreno de la tecnología 5G, en la que EEUU y China miden sus potentes fuerzas. China se ha mostrado más beligerante con la compañía Huawei intentando tomar puerto europeo, latinoamericano y todos aquellos lugares donde pueda atracar.
Mientras tanto, el 5G del EEUU de Trump avanza más lento que el promocionado por Xi y exhibe una táctica a la defensiva: alerta al mundo de que las actividades de Huawei son una verdadera amenaza a la seguridad nacional y facilitarán las tareas de espionaje del régimen de Pekín.
Dejando a un lado las advertencias trumpianas, es cierto que la infraestructura de la red móvil de quinta generación, es mucho más que un aumento en la velocidad en la conectividad a Internet. Confiere mucho poder al proveedor porque también supone el desarrollo de extender la informática a objetos de la vida cotidiana (heladera, lavarropa, etc.) y cuyos usos exigen de una mínima intervención. Está previsto que hasta parte de la infraestructura urbana de las ciudades formen parte de esta imponente tecnología.
Es realmente inquietante que la gestión de todo ello —que se extenderá a intervenciones quirúrgicas teledirigidas, vehículos autónomos y hasta en tareas agrícolas e industriales— esté en manos de una multinacional de un país en el que funciona un capitalismo de Estado y que, además, como dejó al desnudo la pandemia, no es un socio confiable para Occidente.
Los aliados europeos han tomado nota de las quejas estadounidenses, pero por ahora no prohibirán los negocios de Huawei -aunque podrían limitarlos-, lo que puede desatar un conflicto con Trump si permanece en la Casa Blanca. La compañía china es un jugador clave en Europa en el avance de la tecnología 5G para no quedar rezagado del impacto que tendrá en la economía.
Los desafíos son enormes porque hoy el mundo global se desenvuelve con una institucionalidad multilateral malherida y presidentes recelosos, incluso entre aliados históricos. La guerra fría del presente es más peligrosa que la del siglo pasado y las características de liderazgos de Trump y Xi hacen que el mundo transite por un espeso banco de niebla.