El llamado del presidente electo a dejar las armas está chocando de frente en estas horas con un presidente saliente que desconoce la derrota y se embarca en una cruzada política y jurídica a caballo del fraude, pero sin mostrar todavía pruebas concretas.
A Biden, exvicepresidente de las administraciones de Barack Obama, que conoce como pocos los entresijos del poder en Washington, de una experiencia inigualable en el Capitolio, se lo identifica con la virtud aristotélica de la medianía, una ventaja comparativa para el zurcido de la política afectada por los extremos.
El presidente electo no tiene la seducción retórica de Obama ni el ángel de Bill Clinton, pero sí transmite, en gestos y palabras, un adecuado temperamento pacífico para estos tiempos, no como consecuencia de un espíritu cansado a sus casi 78 años, sino el reflejo de entender la política como el arte de la negociación, que respalda una larga trayectoria en el Senado, desde los tiempos lejanos y convulsos del caso Watergate.
«Que esta era de demonización en Estados Unidos comience a terminar, aquí y ahora», dijo Biden la noche del sábado 7, ya como presidente electo, en un acto al aire libre en Wilmington, la principal ciudad del estado de Delaware, en donde tiene su residencia familiar.
Fueron palabras que se transformaron en un clamor a favor del entendimiento cuando en el mismo estrado dijo que «este es el momento de sanar» e instó a los ciudadanos a que no consideren a sus oponentes «como enemigos», mostrándose empático con los votantes de Trump.
«Es hora de dejar de lado la dura retórica», afirmó Biden.
Ese es el talante que premiaron los estadounidenses en Biden, que sobrepasó el umbral de los 273 votos para el colegio electoral (279) que elegirá al presidente n.° 46 el próximo 14 de diciembre. Fue una elección popular que rompió todas las marcas de participación, asombrosamente alta en los sufragios por adelantado, debido a la COVID-19.

De una lectura en blanco sobre negro, la pandemia del coronavirus se impuso levemente a la preocupación por el declive económico, y ello favoreció al postulante demócrata.
Para comprender el enorme reto que supone «restaurar el alma de Estados Unidos», al decir del líder demócrata, no solo hay que incluir el apoyo a Biden (50,5 % de los votos escrutados), sino la fortaleza de Trump (47,7 %), quien obtuvo más respaldo que en la elección de 2016 que lo llevó a la Casa Blanca.
Biden recuperó los estados del muro azul (Pensilvania, Michigan y Wisconsin) y ganó en dos estados decisivos como fueron Pensilvania y Nevada.
Y Trump, si bien perdió la carrera presidencial, sumó más de 71 millones de votos, que lo están convirtiendo en un fenómeno político con probabilidad de expresarse como un movimiento opositor, que dependerá de la influencia que pueda ejercer en la agenda pública y la atención mediática fuera de la Casa Blanca y de cómo sortee el papel de los expresidentes en la fuerte tradición estadounidense.
Salirse del combate no depende de la buena voluntad de una de las partes. Y, en ese sentido, el llamado del presidente electo a dejar las armas está chocando de frente en estas horas con un presidente saliente que desconoce la derrota y se embarca en una cruzada política y jurídica a caballo del fraude, pero sin mostrar todavía pruebas concretas.
La interna de los partidos también se presenta como una amenaza al clima de concordia del que habló la mayor parte de los ciudadanos en las urnas.
Es probable que Biden inaugure su gobierno con un Partido Demócrata sin mayoría en el influyente Senado, obligándolo a abusar de la orden ejecutiva, que es un instrumento legítimo pero que resta significación política. Biden deberá demostrar su capacidad negociadora en la gestión de las diferencias internas entre el bloque moderado y otro más a la izquierda.
Por el lado de la oposición también se advierten desafíos, después de la presidencia de Trump que, al mismo tiempo que revitalizó al Partido Republicano lo adecuó, en cierto sentido, a su imagen y semejanza, en algunas decisiones de gobierno, pero mucho más en la práctica política. Las diferencias internas en estas horas sobre la legalidad electoral y la entrega del poder, y un líder con un comportamiento de outsider, seguramente se harán sentir en las discusiones partidarias.
Trump no tuvo éxito en instalar la noción de «Joe el dormilón» y parecería que en su lugar se impuso «Joe el bueno», que bota a la basura la política del rencor y le extiende la mano al adversario. Habrá que ver si honra las expectativas cuando se instale en la Casa Blanca.
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