Una práctica democrática que se mantiene desde 1976 ha sido arruinada por unos candidatos que prefieren el insulto a los hechos.
La prueba de que el grave problema de la desinformación ha permeado hasta los cimientos de las democracias más consolidadas es que en el primer debate de la campaña electoral de 2020 en Estados Unidos, el más tóxico y envenenado de cuantos ha habido desde que se adoptó la práctica formalmente en 1976, fue imposible discernir qué era verdad y qué era mentira entre las duras invectivas cruzadas por los dos candidatos. Esa técnica recientemente consolidada por los regímenes autoritarios, especialmente Rusia, de ensombrecer y hasta ocultar los hechos y sustituirlos por lo que se conoce como verdades emocionales se ha propagado por Occidente, donde ya muestra una gran raigambre.
Veamos un ejemplo. Las repetidas quejas de Donald Trump de que se está produciendo ya, en este momento, fraude electoral por el voto por correo. Así lo dijo el presidente en el debate: «Está habiendo fraude. Encontraron
Es así de sencillo: en estas elecciones no hay pruebas de fraude ni hay una sola causa penal abierta por la fiscalía por ese supuesto pucherazo. Esta queja de Trump, sin embargo, viene de lejos, ya que en 2016 —tras ganar la presidencia pese a perder el cómputo del voto popular— él mismo justificó que Hillary Clinton habría obtenido tres millones de votos más que él por fraude electoral, ya que habían votado numerosas personas fallecidas en las zonas demócratas. Estos son hechos fáciles de comprobar pero, si se comprueban, ello es a posteriori, uno tras otro, tras una riada de mentiras y medias verdades. Es decir, la comprobación de hechos, o fact-checking, tiene unos efectos extremadamente limitados cuando los malos hábitos de la desinformación se instalan en el proceso democrático y habitan dentro de las instituciones.
Por seguir con el argumento del voto fraudulento. La fiscalía estadounidense anunció el 24 de septiembre que el FBI había hallado nueve votos por correo procedentes de las fuerzas armadas, es decir, de soldados, en una papelera en Pensilvania. Según anunció el fiscal al cargo, David Freed, «los nueve sobres tenían votos a Donald Trump». Inmediatamente el presidente alzó la voz, incendiado, en Twitter, su red social favorita: «Esto es la prueba de un gran fraude». El problema es que la fiscalía se desdijo luego, y llegó a borrar el comunicado en que anunciaba ese hallazgo porque era mentira que todos los votos fueran de Trump. Al menos tres no lo eran, según reveló el FBI después. Y no hay pruebas de fraude. Es decir, los agentes consideran que pudieran ser papeletas duplicadas, o un simple error. Da igual, eso es lo que llevó al presidente a decir en el debate que «muchos» votos suyos han acabado ya en la basura.
Además del falso fraude, hubo mentiras abundantes en el debate: sobre el precio de la insulina, sobre qué efectivas son las máscaras para prevenir el coronavirus, sobre la cifra real de muertos, sobre la economía, sobre el empleo, sobre la criminalidad y una ingente cantidad de asuntos. Sería más rápido contar cuántas verdades dijeron el presidente y su oponente, que fueron pocas, mezcladas de ataques más dignos de una riña en un bar que de un debate presidencial, como cuando el demócrata llamó al presidente payaso, y este lo calificó de estúpido.
Tan lamentable fue el espectáculo, tan plagado de manipulaciones y de injurias, que la nación amaneció al día siguiente todavía atónita. Muchos republicanos, los que menos le temen al presidente y sus azotes en Twitter, se manifestaron estupefactos por aquel espectáculo. Lo mismo ocurrió en buena parte del Partido Demócrata, que guardó un tenso silencio ante la actuación de su candidato. Y, muy en línea con esta gran época de la desinformación, ni siquiera las encuestas fueron capaces de declarar un ganador claro, como suele suceder tras cada debate. El ejemplo perfecto es que la cadena conservadora Fox News dio a Trump ganador por un 60% de votos entre su audiencia y la CNN, más a la izquierda, dio la victoria a Biden por el mismo porcentaje.
Ante este panorama, como siempre digo, la labor del periodismo es crucial. Es necesario que los periodistas, como administradores de un derecho que no nos pertenece, el de una sociedad a estar informada, combatan esas tácticas de desinformación y ayuden a los lectores, oyentes y espectadores a discernir lo que es verdad de lo que no, en tiempo real. Desgraciadamente el moderador del este primer debate, Chris Wallace de Fox News, no lo hizo, atareado como estaba en distribuir los tiempos y defenderse de los ataques de Trump. Y más preocupante que la creciente tendencia de los políticos a mentir, es la renuncia de los periodistas a sus obligaciones esenciales.