El crimen organizado es un concepto amplio y difuso, utilizado para describir actores y actividades tan dispares que es difícil encontrar un denominador común. Por eso, para los análisis empíricos y el diseño de políticas públicas resulta una categoría bastante inútil. En general, se considera que lo que define al crimen organizado no es el número de personas involucradas, sino la naturaleza misma del delito. Para ser considerado crimen organizado, debe haber un crimen que requiere la colaboración formal o informal de varias personas para llevarse a cabo.
A pesar de ello, solemos asociar las organizaciones criminales a estructuras poderosas y sofisticadas, con operaciones transnacionales y decenas o cientos de miembros leales, profesionales y despiadados. Sin embargo, las organizaciones de este tipo son pocas y excepcionales. Sin ir más lejos, en Uruguay el crimen organizado siempre ha existido y suele estar compuesto por pequeñas células locales y cuasi familiares que delinquen en el mismo barrio en el que viven. No siempre hay una membresía, ni siquiera una identidad grupal, sino que son personas que actúan en conjunto siguiendo una misma cadena de incentivos, generalmente económicos.
Así, por ejemplo, uno o dos ladrones roban una camioneta y la llevan a otro barrio. Ahí la recoge un tercero unos días más tarde, por si pudiese ser rastreada, y la lleva a un taller. Otro par de personas remodelan la camioneta o la desarman, y buscan donde puede recolocarse. Finalmente, hay alguien que le vende la camioneta a un cliente. Si bien podría haber una gran organización criminal detrás, por lo general son solo individuos y pequeñas células informales que colaboran entre sí para ganar dinero. Un esquema similar, de menor o mayor complejidad, es el que está detrás de muchos robos de electrodomésticos, joyas y armas, por poner solo algunos ejemplos.
En ciertos casos, la cadena delictiva puede ser transnacional, en tanto que puede haber quienes trafiquen el bien robado fuera de fronteras o a nuestro país. A su vez, los vínculos que dan lugar al tráfico pueden ser entre meros individuos, pero también pueden estar involucradas células y bandas organizadas de distintos países. En Uruguay, por ejemplo, se han descubierto vínculos estables entre criminales uruguayos y miembros de la poderosa organización criminal brasilera “Primer Comando Capital”, la cual estaría interesada en participar de los negocios ilegales en nuestro territorio.
Naturalmente, el narcotráfico tiene una importancia especial en este panorama. Tradicionalmente, Uruguay era un país de tránsito de estupefacientes, los cuales llegaban hasta nuestro territorio desde los países productores para seguir su camino hacia Estados Unidos y Europa. El crecimiento de la economía y del poder adquisitivo, junto al ingreso de la pasta base durante la crisis económica de finales de la década de 1990, hizo que Uruguay se convirtiese gradualmente en un país de destino, con una demanda propia de estupefacientes nada desdeñable.
También es importante mencionar que en los últimos años Uruguay se transformó en un país de producción y origen, como consecuencia de la legalización y regulación del mercado de cannabis. Así, tanto en Argentina como en Brasil se han hecho decomisos de marihuana genéticamente modificada de procedencia uruguaya. Si bien el tamaño de nuestro mercado hace improbable que nos volvamos un productor a gran escala, también es posible que la falta de controles y requisas en nuestro territorio pueda dar vía libre a clubes y cultivos ilegales que quieran traficar su producción.
Por otro lado, el combate a los distintos mercados ilegales se ha demostrado particularmente complejo, debido a que la motivación de quienes participan en ellos no es otra que suplir una demanda pujante. Por eso, y al igual que sucede en los mercados legales, la inhabilitación de un eslabón de la cadena solo suele ser temporal, en tanto que parecen haber siempre personas dispuestas a correr el riesgo y suplantar al eslabón perdido. En este sentido, la informalidad de muchos grupos criminales es un factor de complejidad adicional, en tanto que sus miembros o participantes no responden a un mando jerárquico y se intercambian con relativa facilidad.
A su vez, los mercados ilegales –y sobre todo aquellos de estupefacientes– suelen generar violencia. No solo porque quienes participan en ellos no pueden dirimir sus conflictos en el marco de la ley, sino también porque suelen satisfacer las demandas de personas de alto riesgo. En consecuencia, la mayor parte de la cadena delictiva transcurre sin incidentes violentos, pero es sobre todo el último eslabón el que suele llamar la atención de las autoridades o de quienes tienen la mala suerte de vivir cerca de una boca o lugar de expendio.
Esta notoriedad hizo que durante décadas se procediese a perseguir y encarcelar a los eslabones más bajos, sin que ello repercutiese con frecuencia en el resto de la cadena o grupo delictivo. Con el paso del tiempo, el aumento masivo de la prisionización de narcomenudistas y la incapacidad de impactar sobre las estructuras mayores, dio lugar a estrategias que priorizaban la persecución de los altos mandos. No obstante, esta estrategia tampoco puede considerarse particularmente exitosa, debido a que en muchos casos el descabezamiento de las organizaciones delictivas ha dado lugar a una lucha encarnizada por asumir el mando.
Como consecuencia, en la actualidad se suele creer que los mercados ilegales seguirán creciendo mientras no alteremos las estructuras de incentivos que motiva a sus participantes. Ello se consigue estudiándolos en detalle y encontrando elementos que puedan alterarse para crear desincentivos. Por un lado, persiguiendo y sancionando a todos los elementos de la cadena. Por otro, corrigiendo aquellos marcos regulatorios que ofrecen oportunidades para el delito. Finalmente, tomando acciones para desincentivar la demanda, como puede ser el consumo de drogas o de bienes robados.
Por desgracia, el crimen organizado y los mercados ilegales que los sustentan suelen surgir y extenderse con mayor facilidad en países en desarrollo, con Estados débiles e instituciones públicas incapaces de imponer su autoridad en el territorio y satisfacer las necesidades de su población. En definitiva, estas debilidades no solo dan lugar a vacíos de gobernanza que son aprovechados por el crimen organizado, sino que también hacen infructuoso el combate a estas organizaciones. Por eso, los casos de éxito en América Latina son pocos y relativos. Las fortalezas del Estado uruguayo le han permitido esquivar durante mucho tiempo a los grupos criminales de mayor envergadura, pero esa no es una garantía a futuro.
powered by Advanced iFrame free. Get the Pro version on CodeCanyon.