Después de vivir variopintas dictaduras en América Latina, aún hay quienes estiman que la democracia es la conquista o más propiamente la «propiedad» de una ideología o de un partido, y caen en un errático camino que nos aleja de la libertad.

En noviembre de 1947, Churchill sentenciaba que «La democracia es el peor de todos los sistemas políticos, a excepción de todos los demás» [1]. Probablemente sea una de las mejores frases para describir la democracia. Aunque sabemos que no es perfecta, mayoritariamente la entendemos como buena y como la meta a alcanzar.

Acá en el sur, la referencia antidemocrática más directa son las dictaduras militares identificadas como de derecha; por ello, para algunos es difícil creer los relatos de Venezuela, mi país, y les cuesta calificar a su actual gobierno como dictadura, entre otras cosas, porque Chávez y Maduro dicen ser de izquierda. Allá, en medio de la tragedia, asqueados de la represión, algunos venezolanos empiezan a defender la dictadura de Marcos Pérez Jiménez y hasta les han salido admiradores a Pinochet y a Franco que, en tono irónico, cuestionan si aquellos eran realmente dictadores.

Es preocupante que, después de tantas dolorosas experiencias dictatoriales a lo largo de nuestra historia, aún existan quienes confunden democracia con ideología o con partidos políticos. Me sorprenden los defensores de Pinochet tanto como los de Maduro y el régimen de Fidel. En 1998, se decía en Venezuela que hacía falta la mano dura de un militar porque durante la dictadura de Pérez Jiménez había orden y prosperidad, y con eso aclamaban a Chávez. «el militar del pueblo».

¿Qué clase de mezclilla tenemos como sociedad cuando no sabemos separar la democracia de los partidos y de las ideologías? Si bien estos últimos son parte de aquella, no son sus dueños. La democracia, ajena a toda apropiación, responde a una serie de elementos objetivos, cuya construcción compete a todos. Responde entre otras, a la separación efectiva y real de los poderes, a las elecciones libres, a la alternabilidad en el ejercicio del poder, también a la transparencia a la tolerancia y fundamentalmente al respeto de los derechos humanos.

La democracia parece estar en eterna construcción y en permanente vigilancia, especialmente cuando sus enemigos aprenden, mejoran en el tiempo y se superan constantemente encontrando mecanismos cada vez más sofisticados para soslayarla.

Evolucionaron de los golpes de Estado y de la lucha armada y mutaron al populismo para usar los propios mecanismos democráticos para acceder al poder. Aprendieron a diversificar las razones para polarizar a las sociedades, porque aquel adagio de divide y vencerás funciona. Aprendieron a ejecutar planes de largo plazo y a tener la paciencia suficiente para recoger lo sembrado, son maestros de la estrategia y actores consumados que han sabido en los últimos tiempos comprarse simpatía aun cuando claramente pisotean la democracia, el gran baluarte del mundo contemporáneo y la única forma probada en la que puede prosperar y convivir una sociedad en la que todos puedan ser libres y forjar su propio destino.

Es preciso desdibujar esa propiedad sobre la democracia, objetivándola a los ojos de los ciudadanos, por encima de partidos políticos, de ideologías, incluso por encima de nuestra propia ideología en un momento dado. Nada mejor para reivindicar y defender una corriente de pensamiento que separarse de aquellos que la envilecen con su acción. Por ello, tenemos la tarea permanente de forjar ciudadanía, mientras seguimos vigilantes del funcionamiento de nuestras instituciones dentro de los parámetros democráticos, en este y en todos los gobiernos. Nada simple, pero nada imposible. La recompensa merece el compromiso.

 

 

[1] Winston Churchill, en su discurso ante la Cámara de los Comunes, el 11 de noviembre de 1947. Citado por Kimon Valaskakis en «La democracia y sus mitos. La urgencia de una democracia inteligente».