En un país con nombre de mujer, las mujeres somos sinónimo de valentía, de trabajo y de lucha. Así nos caracterizamos las venezolanas, así nos reconocemos entre nosotras, con suma empatía y entendimiento mutuo en nuestro rol de cabeza del hogar, como madres, como hijas, con el ímpetu y el carácter que nos acompañan cada día.

Lágrimas por Venezuela | Foto: Amílcar Mora
Sabemos que el trabajo sustenta nuestro hogar. Hoy, a estas mujeres aguerridas nos toca batallar día tras día con la nostalgia, el desánimo, el cansancio; un cansancio no solo físico, sino emocional. ¿La causa? Más de ocho horas de trabajo diarias que entregamos a cambio de un salario de menos de $ 40, con el que estamos obligadas a pagar servicios (agua, luz, educación, salud), alimentar a nuestros hijos, pagar el alquiler y rendir hasta la próxima quincena.
Nos vemos obligadas administrar los alimentos, hacer colas interminables para poder comprar dos panes que no alcanzan para la cena de una familia es de cuatro a seis personas. Somos humilladas tras hacer intensas colas para adquirir artículos de aseo personal: toallas sanitarias, desodorantes, pasta dental.
Es lamentable tener que decir que en el país con las reservas petroleras más grandes del mundo, darle un vaso de leche a nuestros hijos es un lujo.
Nos hemos convertido en madres sobreprotectoras, con el profundo temor de que nuestros hijos enfermen y no podamos encontrar el medicamento, o de que no sean recibidos en un centro de salud. Nos refugiamos en la fe, pedimos a Dios que no sean robados, heridos o asesinados de regreso a casa después del colegio o del trabajo.
Nos hemos convertido en férreas administradoras de lo poco que tenemos; aún no somos capaces de explicar cómo es que gastamos más de lo que ganamos, cómo distribuimos en porciones exactas nuestros alimentos. Incluso muchas veces dejamos de comer para ceder nuestros pocos alimentos a los hijos, convencidas de que están creciendo, que están estudiando… y que mañana será otro día.
Hemos hecho de la cocina un espacio creativo, en ninguna nevera se pierde nada, hemos creado recetas alternativas para contrarrestar la falta de rubros esenciales en la dieta tradicional venezolana, como la harina de maíz, el arroz y la leche, entre otros.
Nos hemos convertido en psicólogas para explicarle a nuestros hijos por qué hoy no podemos comprar el jugo, a nuestros jefes por qué hoy llegamos tarde cuando en la mañana no teníamos el pasaje, o a nuestros padres por qué aún no conseguimos la medicina para la tensión o la diabetes. Incluso nos toca practicar con nosotras mismas, convenciéndonos de que después de pasar hasta ocho horas de cola en un supermercado «al menos pudimos comprar algo», uno o dos artículos.
Hablar de la mujer venezolana no es solo reconocer los títulos de belleza, es reconocer que hoy somos más aguerridas, más valientes, más humanas y más fuertes en todos los sentidos.
Hoy somos psicólogas, administradoras, chefs, emprendedoras, creativas, pero sobre todo hoy somos infinitamente humanas; nos toca compartir los alimentos, no solo en casa o en nuestras oficinas, sino cada vez que en la calle algún pequeño se acerca y sus ojos tristes hablan del hambre.
Hoy miles de madres sufren por ver a sus hijos morir esperando un medicamento o por la terrible inseguridad que nos arropa y enluta a cientos de familias.
Amanecemos con el alma en un hilo literalmente cuando nuestros hijos salen a protestar por el país que merecen. También nos toca ver cómo nuestros hijos, hermanos y nosotras mismas somos reprimidos por manifestar nuestro deseo de cambio de sistema político que nos gobierna.
Mirarnos a los ojos entre venezolanas es reconocer todos estos sentimientos en una mirada. Hoy la mujer venezolana es digna de admiración. Ver a la mujer venezolana es reconocer su profunda entrega y amor a nuestro hogar, a nuestros hijos y a nuestro país. Es reconocer en su sonrisa nostálgica la esperanza del futuro de la Venezuela que nos secuestraron y que estamos por rescatar.
Liset Luque | @lisetluque
Coordinadora de Comunicaciones de la Red Humanista por Latinoamérica