En noviembre de 2008, el entonces Procurador General de la República de Nicaragua, Hernán Estrada, dijo públicamente: “Si el Jefe de Estado y líder político del Frente Sandinista, Daniel Ortega, dispusiera llamar a sus partidarios a las calles, no quedaría piedra sobre piedra en este país, sobre ninguna emisora, sobre ningún canal de televisión o medio de comunicación que lo adverse. Hay que agradecerle que no lo ha hecho, por la sabiduría y la serenidad del gobernante que tenemos”.
En aquel momento la declaración fue interpretada en dos sentidos. Para algunos, como una clara y grave amenaza. Para otros, como una exageración que no tenía posibilidades de materializarse. Dieciséis años después, es claro que la declaración de Estrada era el cruel presagio de la desertificación cívica que Ortega ha provocado en Nicaragua desde 2018.
El gran capital social de Nicaragua
Durante más de cuatro décadas, el entretejido social de Nicaragua se pobló con miles de organizaciones sociales de diversa índole. Desde filantrópicas y religiosas, deportivas y culturales, hasta defensoras de derechos, las que promovían la participación ciudadana, protegían a poblaciones vulnerables y promovían proyectos de desarrollo productivo. Muchas de estas organizaciones existían en localidades de difícil acceso donde el Estado tenía poca, o ninguna presencia.
A inicios del siglo XXI, se desarrollaron valiosas experiencias de diálogo y concertación entre el Estado y las organizaciones sociales. Se aprobó una Ley de Participación Ciudadana y prácticamente en todo el país existían espacios de consulta con la participación de actores organizados e instituciones públicas, dando vida a un valioso capital social.
Daniel Ortega dio muestras de su animadversión a las organizaciones de sociedad civil desde su regreso a la presidencia en 2007. Creó su propio modelo bajo la premisa de la “democracia directa” y los llamados Consejos del Poder Ciudadano (CPC), excluyendo de los espacios institucionales de participación a los actores independientes. La vigilancia, persecución y control sobre las organizaciones sociales comenzó desde temprano con campañas de estigmatización que las acusaban de “lavado de dinero” y de ser “agentes del imperio”. Como el caso de la supuesta investigación y el allanamiento al Movimiento Autónomo de Mujeres (MAM) y el Centro de Investigación de la Comunicación (CINCO) en 2008.
Desaparecer todo vestigio de ciudadanía
Los espacios se fueron cerrando poco a poco. En abril de 2018 cuando emergió la ola de protestas contra el gobierno de Nicaragua, el discurso oficial fue que se trataba de un “golpe de estado” promovido por organizaciones terroristas y por agentes internacionales. La persecución gubernamental se desató inmediatamente. En diciembre de ese año Ortega decidió la cancelación, allanamiento y confiscación de nueve organizaciones sin fines de lucro a quienes consideraba responsables de las protestas.
La mayor escalada fue en octubre de 2020. El régimen de Ortega aprobó la Ley de Agentes Extranjeros para controlar los fondos de cooperación que llegaban a las ONGs nicaragüense. También incrementó los niveles de control por parte de la oficina de registro localizada en el Ministerio del Interior.
Eliminación de organizaciones
Desde esa fecha hasta la actualidad, en agosto de 2024, Ortega ha ordenado el cierre de más de 5,300 organizaciones sociales. Y ha confiscado los bienes de más de 180. El golpe más brutal contra el espacio cívico se llevó a cabo el 19 de agosto cuando ordenó la eliminación masiva de 1,500 organizaciones. Entre las personerías canceladas están clubes de ajedrez, hípicos, culturales, deportivos; organizaciones religiosas, empresariales, filantrópicas, defensoras de derechos humanos, protectoras de animales; centros académicos, cooperativas, de comunidades indígenas; organizaciones internacionales como la Cruz Roja. Incluso ha mandado a cancelar oranizaciones creadas por sus propios simpatizantes.
De acuerdo con estimaciones realizadas en marzo de 2023, la cancelación masiva dejó a más de 23 mil personas desempleadas. Y al menos a 3.5 millones sin atención o servicios prestados por las organizaciones. Numerosas comunidades y grupos han quedado en absoluta vulnerabilidad considerando que el Estado no quiere, o no cuenta con capacidad para atenderlos.
Además, la decisión de Ortega ha llevado a la reforma de tres leyes para controlar cualquier tipo de actividad realizada por las pocas que quedan. Así como los fondos que maneja. Las leyes reformadas son la Regulación de Agentes Extranjeros, la Ley General de Regulación y Control de Organismos sin Fines de Lucro y la Ley de Concertación Tributaria.
Las reformas tienen como propósito forzar a las pocas organizaciones que quedan a trabajar únicamente con instituciones públicas en lo que el gobierno ha llamado “Alianza de asociación”. El modelo las obliga a presentar ante el Ministerio del Interior sus programas y proyectos para que sean aprobados. Además, deben canalizar los fondos y recursos que manejen hacia instituciones públicas designadas también por el Ejecutivo.

El control total y la sucesión dinástica
Son varias las razones por las que el régimen dictatorial de Ortega y Rosario Murillo, esposa y vicepresidenta, eliminaron la mayoría de las organizaciones. Una de las más importantes: creen que efectivamente son las responsables del estallido social de 2018 y la resistencia cívica que se mantiene hasta el día de hoy.
Temen que ese invaluable capital social sirva para canalizar el profundo descontento que persiste entre la ciudadanía y se ha vuelto cada vez más caudaloso por causa de la radicalización del régimen autoritario. Quieren evitar a toda costa un nuevo estallido social y tener bajo control a toda la sociedad nicaraguense. Su afán autoritario ya llega incluso hasta sus propios partidarios que no se han librado de la vigilancia, la persecución y los encarcelamientos.
El momento no es casual. El régimen se prepara para un escenario de sucesión dinástica. Por eso han derruido todo vestigio de ciudadanía silenciando las voces críticas de los medios de comunicación, eliminando cualquier expresión de oposición, limitando derechos y libertades fundamentales, como el derecho a las creencias y la libertad religiosa, y el derecho de asociación. Su círculo de poder es cada vez más estrecho y le temen hasta a su propia sombra. Pero en la medida en que más se radicalizan, más alimentan el descontento y el deseo de cambio en Nicaragua.