Hay gente que se pregunta consternada cómo es posible que Donald Trump haya sido electo nuevamente como presidente de Estados Unidos (EEUU). Les parece increíble que un hombre con una condena firme de la Justicia, con varios procesos judiciales abiertos, que sobornó a una actriz porno para que sus encuentros sexuales con ella no trascendieran, y que expresa de forma más o menos clara su machismo y xenofobia, pueda llegar a la máxima magistratura de la que todavía es la primera potencia mundial.
La pregunta debería ser, realmente, ¿cómo no iba a llegar Trump a la presidencia de nuevo? Y la respuesta está en un proceso que lleva varias décadas, desde mediados del siglo XX. Y se ha agudizado en lo que va de siglo XXI. Se trata de la explosión de narcisismo que el historiador Christopher Lasch, prematuramente desaparecido, describió detalladamente en su libro La cultura del narcisismo (1979).
Lasch dio cuenta de la génesis y los principales rasgos de una tendencia que se perfilaba en los Estados Unidos de América. Terminó expandiéndose por el llamado mundo occidental y más allá gracias a la explosión de las comunicaciones digitales. Esta tendencia estaba marcada por una forma patológica de narcisismo que permeó en la sociedad como resultado del debilitamiento de instituciones, como la familia, la escuela. Pero también de todas aquellas instancias de autoridad que eran criticadas por representar formas arbitrarias y abusivas de poder.
Consigo mismo
También observada Lasch que los medios de comunicación y la preeminencia de la imagen en la esfera pública contribuyen a la fijación obsesiva por “sí mismo”, en detrimento de las preocupaciones por el bien común. El historiador advertía que no había que confundir la normal y sana preocupación por uno mismo (en el sentido del humano deseo de supervivencia y satisfacción) con la desmedida focalización egocéntrica. Entendida como una forma de pretender aislarse de las rudezas de la vida, de alimentar una ilusión de superpotencia y de reprimir todo aquello que recordara la fragilidad y la mortalidad humana.
Trump es el reflejo de esa cultura del narcisismo y es también la reacción contra esa misma cultura, aunque parezca contradictorio. El reelecto presidente es un producto de los medios de comunicación en los que, como empresario, miembro del llamado jetset (los ricos y famosos) y personaje de la “tele realidad”, creó una marca que ha sabido rentabilizar económicamente y políticamente. Paradójicamente, Trump logró transformarse en profeta del antiestablishment. Es él mismo un representante consumado de este establishment. El narcisista desbordado que es Trump convenció a una buena parte del electorado de Estados Unidos que él es el antídoto contra las distorsiones de la cultura del narcisismo que tan bien describió Lasch. Incluyendo la política de las identidades y la obsesión woke. Por ejemplo, con las subjetividades que diluyen verdades tan obvias como la diferencia biológica entre los sexos.
Una base conservadora, que añora la familia tradicional, ve con sospecha a los inmigrantes y repudia los programas DEI (diversidad, equidad e inclusión). Lo promueven los progresistas en la industria cultural, universidades y el sistema educativo. Este público encontró en el narcisista Trump la respuesta a muchas de sus preocupaciones. También está la economía, por supuesto. La promesa de Trump conecta bien en tiempos de inflación y disminución del poder de compra. Reducir impuestos y relanzar la industria en EEUU con medidas proteccionistas contra las importaciones chinas y europeas resultan atractivos para una clase media golpeada.
Narrativa y narrador
En esta elección, pesó tanto la narrativa como el narrador. El narcisista Trump suena convincente justamente porque no se contiene por los dictámenes de la corrección política. Eso tiene una resonancia con su base de votantes y con otros electores que están en los márgenes. Como los hispanos, los asiáticos y una minoría de afroamericanos (sin ser trumpistas convencidos). Han preferido votar por el antiguo presentador de The Apprentice porque les resulta auténtico y dice “lo que hay que decir, sin miedo”. Sí, el presidente electo les parece auténtico. Aunque el mismísimo Trump sea un producto salido directamente de la industria de medios de comunicación del establishment. En un mundo de artificialidad extrema (pensemos solo en nuestras burbujas virtuales manipuladas por algoritmos e inteligencia artificial), quien aparenta naturalidad desenfadada, insulta a sus oponentes sin complejos y se refiere a los inmigrantes ilegales como criminales, es percibido como sincero y confiable.
El factor femenino
A Trump le vino bien que su rival fuera una mujer, como ya fue el caso en la primera elección que ganó contra Hillary Clinton. Parecía que el cambio de última hora, de Joe Biden senil y debilitado físicamente por Kamala Harris, mucho más joven que Trump, con un perfil “etnodiverso” atractivo, daría una ventaja a los demócratas. Al final, se convirtió en otro factor que ayudó a reelegir al histriónico millonario. En ciertas capas de la población de EEUU no es concebible que una mujer sea presidente del país, incluso entre mujeres conservadoras.
Los números no mienten, tanto en el caso de Trump contra Clinton como de Trump contra Harris. En la campaña de 2016, las mujeres blancas favorecieron a Trump 52% contra 45%, a pesar de los comentarios ofensivos sobre su trato a las mujeres en aquel video de NBC de 2005 difundido en las redes sociales en plena campaña. De nuevo, un 52% de las mujeres blancas volvió a preferir Trump en 2024. El presidente electo, el macho valiente que se salvó de la muerte en el atentado que sufrió en julio pasado alzando el puño mientras sangraba su oreja, reforzó así su imagen de héroe salvador de la patria (fatherland, en inglés). El narcisista, con un buen reflejo para producir la imagen perfecta, también ha tenido suerte.

Segundas partes
El narcisismo funciona bien en las campañas. ¿Funcionará en la segunda presidencia de Trump? Como me dijo el politólogo Daniel Varnagy, una cosa es con arpa y otra con guitarra. Trump ya fue presidente. Seguramente aprendió de sus errores (especialmente los cometidos durante la pandemia de covid-19), y conoce mucho mejor el laberinto del gobierno en Washington. Como todo buen narcisista, pensará en su legado. Ya no podrá reelegirse más. Esta es su oportunidad para pasar a la historia como un gran presidente.
Sin embargo, acudiendo a otro dicho, sabemos que “loro viejo no aprende a hablar”. Un hombre que ha hecho toda su carrera mediática y política a punta de romper con los buenos modales de la retórica. No dejará de sorprendernos con declaraciones disruptivas y con políticas que no corresponderán a las expectativas que muchos se hacen con respecto a EEUU. Podemos esperar que quiera terminar el conflicto entre Rusia y Ucrania haciéndole concesiones a Putin.
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Es posible que su enfoque para lograr un cese al fuego entre Israel y sus varios enemigos sea revivir los Acuerdos de Abraham para presentar un frente común contra Irán, sin necesariamente provocar una guerra contra el régimen de los ayatolás.
Y en relación con Hispanoamérica, lo más probable es que su prioridad se enfoque en México. Por razones obvias: tiene que controlar la frontera, parar el flujo de migrantes y mantener las relaciones económicas con la gran maquiladora de la industria estadounidense que es su vecino del sur. El resto de los países de la región no tienen mayor importancia para Trump. Venezuela, una pequeña nota en su lista de prioridades ya le dio algunos dolores de cabeza en su primera presidencia. ¿Que pasará con las licencias petroleras otorgadas por el Departamento del Tesoro a empresas como Chevron que han remontado la producción petrolera de Venezuela bajo el chavismo? Seguirán vigente, mientras que los discursos condenando el régimen de Nicolás Maduro volverán a escucharse sin mayores consecuencias. Finalmente, a Donald J. Trump lo único que le ha importado siempre es Donald J. Trump.