En Economías criminales. Enfoques multidimensionales, Víctor Guerra y otros cinco autores estudian las dinámicas del mercado ilícito desde una perspectiva sistémica y amplia. Como señala el título del libro, editado por la Fundación Konrad Adenauer, los autores plantean que el fenómenos debe abordarse desde diferentes dimensiones.
Guerra, que es profesor universitario y director jurídico de Philip Morris para la prevención del comercio ilícito, lo describe como “un rompecabezas”. En entrevista con Diálogo Político, apuntó a la necesidad de reforzar la educación del consumo y la colaboración entre el sector público y privado, avanzar en una “normativa eficiente” por parte de los Estados, y en fortalecer la “inteligencia” para “atacar” las organizaciones criminales.
Además, el estudio destaca la necesidad de que los Estados colaboren para mantener la fortaleza institucional en el marco de un contexto criminal internacionalizado.
¿Por qué es necesario explicar las economías criminales desde una perspectiva sistémica?
—Uno habla de ecosistema porque la actuación económica criminal se inserta en una comunidad y hace un estado paralelo. El Estado, formal, el Estado de Derecho, en sus limitaciones, no da las respuestas que los ciudadanos necesitan. Tienes un Estado ubicado en los centros urbanos. Pero, en los centros no urbanos, rurales, distantes de las capitales entra el actor criminal a darle una respuesta a la comunidad desasistida. ¿Qué respuesta? Una respuesta económica, porque hay que llevar el pan a la mesa. El plantador de coca planta coca porque necesita generar dinero. No mira dónde termina esa hoja de coca; en cocaína. Lo que mira son los 12 dólares que recibe por kilo de hoja de coca para hacer un kilo de cocaína.
El carácter sistémico también se ve en que la empresa criminal opera con un portafolio con distintos bienes y servicios. Droga, seres humanos, contrabando de alcohol, productos de tabaco, electrónicos o textiles, tráfico de armas, minería ilegal, tráfico de fauna silvestre, etcétera.
En la región
¿Cuál es el panorama en América Latina respecto a las economías criminales?
—Latinoamérica y África son las dos regiones con un incremento de la incidencia de economías criminales. Por una razón bastante obvia: la fragilidad estatal e institucional hace que sean regiones apetecibles o de fácil operatividad para la economía criminal. Eso no quiere decir que la economía criminal se limite a Latinoamérica o África. La economía criminal es global. Así como en Colombia puede haber apetito por una remera falsificada, en Suiza, Europa o Nueva York hay apetito de electrónicos de última tecnología. Los presupuestos son distintos y las necesidades son distintas. Desde la perspectiva del Estado, hay una incapacidad de respuesta, también de los países de primer mundo.
Por otra parte, después de la pandemia, los Estados dejaron la cancha un poco abierta a la operación criminal porque la prioridad era otra: la salud de las personas. La seguridad quedó un poco desasistida.
¿Cómo operan estas organizaciones en nuestro continente? ¿La situación es homogénea?
—Depende de los países. Hay dos elementos que motorizan la actividad criminal: el tamaño del mercado y la divisa. Si comparas los mercados grandes, como México, Argentina, Brasil, con la población de Uruguay o Panamá, el volumen hace que a los actores criminales les interese entrar en los mercados donde hay personas para comprar la oferta. ¿Quieren recibir bolívares venezolanos o dólares americanos? En economías dolarizadas, como Panamá, Ecuador o Costa Rica, es apetecible entrar a vender por el retorno de capital.
Portafolio criminal
¿Cuáles son los principales productos que se intercambian?
—Depende de la necesidad. Durante la pandemia, las necesidades del mercado eran vacunas, equipos de protección personal, elementos de salud. Las empresas criminales sabían eso. Mandaron a desarrollar productos falsificados, equipos de protección a bajo costo para contrabandear.
Pero hay productos clásicos, como el tabaco. La diferencia en precios es extraordinaria. Puedes comprar por centavos de dólar una cajetilla de tabaco que vendes por varios dólares. También, bebidas alcohólicas, medicamentos, electrónicos, minería, hidrocarburo, gasolina. Cuando miras la regulación, los ejemplos clásicos son esos porque pasan por debajo del radar. Si te encuentran en Ezeiza con un kilo de cocaína estás frita. Pero si te agarran con varios paquetes de cigarrillos, varias botellas de alcohol o incluso un lingote de oro, pasas.
Hay productos del mercado ilícito que también se venden en puntos de venta habituales, como quioscos. ¿Cómo es posible que ciertos bienes se trasladen del mercado legal al criminal?
—En los puntos de venta puedes llegar a encontrar productos ilícitos porque le pasan desapercibidos al comerciante, a la persona de a pie. Pero, de pronto, está vendiendo productos falsificados, que no cumplen con la regulación sanitaria, o que entraron al mercado por contrabando. ¿Cómo darse cuenta? El precio con el que compite está muy por debajo del precio legal. Son más baratos porque por ese producto no se pagó impuestos, no cumplió con la regulación. Cada peso pesa. Lo que uno acumula —o ahorra— por esas ventas, al final, enriquece el portafolio de la empresa criminal.

Enfoque multidimensional
Para el ciudadano o comerciante es muy difícil cambiar la decisión de consumo cuando el individuo encuentra que la diferencia económica es muy amplia. ¿Cómo se aborda este problema?
—Esto tiene que abordarse de manera multidimensional. Hay que patrocinar la educación de la cadena de suministros para el retailer, los comerciantes y los ciudadanos; hacer entender que esa compra financia la trata de personas y el terrorismo. Segundo mensaje: esa compra te puede matar, no se sabe quién lo fabricó. Tercer mensaje: ¿cómo deja uno a sus hijos una sociedad estable y en paz? La violencia que se ve en las calles se financia con esa compra.
Por otra parte, está la oferta del sector privado, que tiene que suministrar a un precio razonable. No solo al comprador final, también al comerciante que tiene que vender. Y el Estado tiene que ofrecer a los agricultores de la planta de coca una alternativa a ese trabajo.
¿De qué trata el vínculo público-privado?
—Lo conecto con el Objetivo 17 de Desarrollo Sostenible: alianzas para alcanzar los objetivos. La alianza público-privado se materializa en memorandos de entendimiento, cooperación del sector privado en el monitoreo de la cadena de valor, una voz de inteligencia con el Estado para desarticular la empresa criminal.
¿Cuál es la “llave maestra” para el combate del comercio ilícito por parte de los Estados?
Es la inteligencia. Cuando en un puerto o aeropuerto se detiene una mercancía ilícita, esa información tiene que conectarse con una investigación que no solo lleve al Estado al transportista u oficial de aduana. Sino, a la cabeza de la organización criminal. Eso se logra a través de la investigación. Mientras la ley lo permita, el sector privado puede indagar y conectar al conductor del camión con el importador del producto —que contrató su servicio— con la empresa. Eso hace que sea sostenible. Una parte es incautar y retener, pero el proceso judicial permite desarticular la empresa criminal, que es el objetivo final.
El desafío de regular
¿Qué políticas públicas están al alcance de los Estados latinoamericanos para combatir el mercado ilícito?
—La dimensión regulatoria incluye la extinción de dominio. Hay un modelo en Naciones Unidas que se le propone a los Estados. Otro en el Parlamento Latinoamericano, del 2021. Se trata de poder quitar el camión, la cuenta bancaria, los recursos con los que opera el actor criminal. Son decisiones judiciales que deben operar rápido.
Que existan economías criminales, ¿señala que el derecho deja por fuera necesidades que de la sociedad?
—El derecho es un instrumento social para lograr la convivencia pacífica. Pero el derecho siempre va a estar atrás de la realidad, es normal y natural. Me preocupa más que la política regulatoria sea desenfocada de la respuesta que se necesita.
¿Nuevas normas podrían evitar que existiera el mercado ilegal? En esa línea, ¿cuál es su postura sobre la legalización de drogas?
—Creo que cada Estado es soberano para regular sus nuevas realidades. Uno puede hablar de estupefacientes y sustancias narcóticas pero también de legalización de matrimonios o uniones del mismo sexo. Cada estado termina adoptando lo que su sociedad necesita. Si en California era necesario legalizar el uso del cannabis porque era una manera de responder a su población, es una decisión soberana. Pero, ¿cómo conectas la realidad local con la realidad internacional? A diferencia del pasado, las personas como las organizaciones se mueven en las fronteras. Cuando el Estado no es capaz de mirar que su decisión soberana doméstica va a afectar al Estado de al lado, está siendo miope con su política regulatoria. Es lo que llamamos el efecto resfriado.
Entonces, no defendería la legalización de drogas como manera de reducir el mercado ilícito.
—Porque la política regulatoria no se puede ver de manera aislada. Más allá de que Uruguay o California hayan legalizado la marihuana, eso corta la economía criminal. Se va a otro mercado. Además, los procesos son cambiantes. Cuando se aprueba una norma, tiene que existir la posibilidad de monitorear sus defectos.
Soberanía cedida
¿Cuál es el principal desafío que presentan las economías criminales para el desarrollo político y económico de los Estados?
—El hecho de tener una economía criminal atenta contra la solidez estatal. Mientras florece el estado paralelo, más difícil es para el Estado formal mantenerse. Estamos hablando del Estado del siglo XXI, el Estado posmoderno, que está en la comunidad internacional en la que su soberanía es cedida. Cualquier país del Mercosur ya cedió un poco lo que le pasa a una comunidad regional. Frente a esa realidad, un Estado tiene distintas posibilidades de política pública: represiva, preventiva, una combinación de ambas. El gran reto es la falta de comunicación; que la mano izquierda no se hable con la derecha. La autoridad de la triple frontera no está conectada lo suficiente para tratar el problema. La comunicación abierta y efectiva se ha perdido. Se sacan la foto con la incautación pero no hablan con las autoridades del país vecino.