Internet fue alguna vez un símbolo de esperanza y democratización. Hoy es una jungla plena de sospechas y opacidades. ¿Cómo ocurrió esto? Nada nuevo bajo el sol. Ya ocurrió con otros medios de comunicación. Pasó con la radio, con el cine y con la televisión.
Recuerdo un seminario al que asistí en la Universidad de Columbia en Nueva York a mediados de los años noventa sobre el potencial educativo de Internet. El profesor que dio el seminario, cuyo nombre no recuerdo, dijo que con el nacimiento de la televisión se abrieron perspectivas de una masificación de la educación, de una fusión entre entretenimiento y aprendizaje, de llevar los programas educativos a sitios remotos donde no había escuelas.
La promesa de la TV educadora se quedó a medio camino. Algunas iniciativas como Plaza Sésamo, los programas de las televisoras púbicas como la BBC o del PBS de Estados Unidos y otros similares marcaron una pauta, pero la mayoría de la programación de la televisión es entretenimiento banal. Y, peor aún, en contextos de totalitarismos y autoritarismos, la TV es la gran maquinaria de propaganda de regímenes que censuran y aplastan disidencias.
Propaganda con esteroides
Con Internet ha ocurrido algo similar. Claro que la red de redes es una fuente tremenda de información y conocimiento. También es un gran basurero, un gran campo de batalla de propaganda, desinformación y visiones paranoides del mundo. La gran diferencia con la TV y los otros medios de masas es que las plataformas digitales pueden ser manipuladas de forma muy sofisticada gracias a los algoritmos, la inteligencia artificial y lo que se llama la deep reality, donde los hechos y la ficción no siempre son fácilmente distinguibles. En este sentido, Internet es la propaganda con esteroides con formas de manipulación de la verdad mucho más sofisticadas que cualquiera que hayan conocido los fascismos y los comunismos.
Monopolios, oligopolios y explotación
Además, la concentración de la propiedad de las plataformas digitales y los medios de comunicación se ha consolidado. El poder de quienes controlan las redes y el comercio digital va en aumento día tras día. Casi nadie escapa a este poder, y nosotros, usuarios obsesivos de las redes, nos hemos convertido en trabajadores que generamos valor para los Google, Meta, Twitter, TikTok, Amazon y Microsoft. Lo hacemos cada vez que usamos nuestros teléfonos, ingresamos en las plataformas, hacemos una compra. No se trata solo de la monetización del tiempo que pasamos atrapados en las redes, sino de los datos que generamos, que son el maná de los monopolios y oligopolios de Internet.
Y estas plataformas de mil tentáculos han adquirido un poder editorial de veto de publicación, de censura, de control de los contenidos que se difunden por las redes. En vez de practicar la neutralidad digital —es decir, dejar circular los contenidos libremente y que sea el poder judicial en un Estado de derecho el que intervenga cuando exista acusación de difamación o de incitación al odio—, se han convertido en los grandes hermanos que tienen más poder de control de la información que los gobiernos democráticos. Ni que hablar de países como Rusia, Irán, China, Corea del Norte, Cuba, Nicaragua, Venezuela o Arabia Saudita, donde los regímenes aplican abiertamente la censura, bloquean el acceso a plataformas digitales y ponen en prisión a los usuarios que difundan contenidos que no sigan la línea oficial.
El sufrimiento de los niños
He notado en los últimos tres años, incluso antes de la pandemia de covid-19, que mis estudiantes de métodos cualitativos de investigación en la Universidad de Ottawa se han centrado en proyectos sobe el malestar que produce en los jóvenes el uso de las redes sociales. Les interesa estudiar los problemas de autoestima que provocan plataformas como Instagram, o la soledad asociada con el uso excesivo de las redes, e incluso la relación entre el consumo de Internet y el bajo rendimiento escolar.
Aunque la evidencia todavía no es concluyente, pareciera que las plataformas digitales tienen un impacto en el sistema nervioso de niños y adolescentes, pues son más propensos a ser moldeados por la exposición a los contenidos e interacciones en las redes de comunicación. Esto ha motivado a que 114 escuelas públicas de la ciudad de Seattle y del condado de Kent (estado de Washington en Estados Unidos) hayan decidido llevar a las cortes a Meta (propietaria de Facebook e Instagram), Google (YouTube) y ByteDance (TikTok). Según un artículo publicado en el ABC de España, estas escuelas acusan a los gigantes digitales de que «se aprovechan de las vulnerabilidades en el cerebro de los niños y los adolescentes para que estos se vuelvan adictos a sus aplicaciones, a sabiendas de que les pueden generar depresión, ansiedad y pensamientos suicidas».
Comienza aquí una saga que podría repetirse en otros estados de la unión americana e incluso en otros países. El precedente del acuerdo con los grandes de la industria del tabaco en 1998 podría servir de ejemplo para compensar a los distritos escolares por los daños producidos en niños y adolescentes y, eventualmente, una mayor regulación de los algoritmos usados por los oligopolios digitales.
El humano prescindible
El reciente frenesí digital alrededor de ChatGPT, un poderoso algoritmo que puede procesar cantidades enormes de datos y producir respuestas en lenguaje natural o en lenguajes de programación, parece anunciar el fin o la transformación de muchas profesiones, incluyendo las de periodistas, abogados, programadores, profesores, entre otros. Aunque el sistema tiene limitaciones (solo produce respuestas a partir de una base de datos limitada) y es incapaz de razonar más allá de lo que los datos le permiten (su capacidad de imaginación y de análisis no es tan poderosa como la mente humana), promete seguir mejorando hasta que en algún momento se acerque al funcionamiento del cerebro humano.
ChatGPT y otras plataformas de la inteligencia artificial (IA) confirmarían la tesis del historiador Yuval Noah Harari en Homo Deus sobre lo prescindibles que seremos los humanos en un futuro relativamente próximo. Pero todavía quedan muchas preguntas sin respuesta. No sabemos cómo estos cambios tecnológicos afectarán nuestro sistema nervioso, es decir, nuestro comportamiento individual y colectivo.
¿Qué efecto tendrá la IA sobre nuestro cerebro, nuestras formas de percibir el mundo y de relacionarnos con los otros humanos y no humanos? Ya comenzamos a ver algunos de esos impactos: explosión del narcisismo y de la fragilidad emocional, polarización social y política, e impresión de que sabemos porque vemos miles de imágenes y videos (solo es una impresión de conocimiento). Claro que, en teoría, más tiempo de ocio debería abrir más posibilidades para la convivencia y la creatividad. Hay, sin embargo, indicios de que la inutilidad de los humanos nos hará más peligrosos.
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