No hay espectáculo más importante que el fútbol en el presente. Ni la música pop, ni la política o la religión alcanzan el nivel de popularidad y convocatoria que obtienen cada domingo ciertos partidos de barrio, la final de una liga importante o un mundial de fútbol. Convertido tanto en pasión como en negocio, ¿asistimos a la forma decisiva de socialización de nuestros días?
Algunos dirán que así es, luego de que tras la primera edición del Campeonato Mundial de Fútbol celebrada en Uruguay en 1930 hasta hoy, los seguidores del evento más importante de este deporte hayan crecido progresivamente a niveles inusitados. Se calcula que el Mundial de Brasil, que ganó Alemania —por primera vez luego de su reunificación celebró un título—, alcanzó audiencias de más de 32 millones de personas en ese país europeo cuando la histórica goleada (7-1) frente al anfitrión.
No obstante, vale la pena preguntarse qué tanto del ejercicio del nacionalismo y la identidad que aflora en los días mundialistas se repite en la cotidianeidad política, donde las estadísticas muestran altos grados de abstención, corrupción o apatía por lo público en continentes como Latinoamérica. Un optimista pensaría que la visión individualista que advirtió el sociólogo Pierre Bourdieu, predominante en los países más desiguales, de repente se convierte en un reflejo de una inusitada solidaridad ante la existencia de un gol, en lo que Robert Putnam llamaría capital social.
A pesar de la corrupción en la infraestructura que soporta una Copa del Mundo (como sucedió en Brasil antes del primer pitazo de 2014), las oscuras maniobras de la FIFA como entidad transnacional capaz de imponer condiciones que muchos organismos internacionales envidiarían, el contradictorio discurso crítico populista de personajes como Diego Maradona, la existencia de barras bravas, desmanes y hasta muertos, los goleados ante la fuerza del fútbol son los partidos políticos, las organizaciones de la sociedad civil, los cultos espirituales o la propia democracia, que no alcanzan el prestigio o la devoción a los héroes y santos del fútbol, pagados en millones de dólares.
Una enseñanza que nos deja el triunfo del balompié, sin necesidad de un divorcio o de llegar a los penales, es el reto de recuperar y extender el prestigio social de la democracia, para que la política como hito de lo público no se limite a la conveniencia de que gane o pierda la selección nacional.