En una invernal mañana, uno de los accesos del neoclásico edificio Ronald Reagan, en la washingtoniana avenida Pensilvania, se encontraba bloqueado para la perplejidad de sus ocupantes. La Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, mejor conocida como USAID, amaneció sometida a una intervención. El trabajo de sus miles de funcionarios alrededor del mundo quedaba suspendido como parte de la congelación casi total de la asistencia internacional ordenada por el recién juramentado presidente Donald Trump. El que había sido un punto contencioso de muchas campañas políticas a lo largo de décadas se hacía finalmente realidad.
Este congelamiento ha marcado un aparente giro estructural en la arquitectura de la cooperación internacional. Estados Unidos, durante décadas el mayor donante individual del mundo, comenzó un repliegue sostenido en su política de asistencia exterior. Aunque esta tendencia se aceleró bajo administraciones conservadoras, con discursos orientados al “America First”, también encontró continuidad parcial bajo gobiernos que prometían un retorno al multilateralismo. El resultado es un vacío que se siente no solo en las cifras. Sino también en las redes de atención directa que han sostenido a millones de personas en zonas de conflicto, desastre o fragilidad institucional.
Invertir en estabilidad
Históricamente, la asistencia internacional no fue un mero ejercicio altruista. Desde el Plan Marshall hasta las políticas de desarrollo en América Latina, Asia y África, la lógica de la cooperación partía de un principio geopolítico. Buscaba evitar que la pobreza, la inestabilidad o la influencia de potencias rivales se tradujera en amenazas para el mundo democrático occidental. La ayuda era inversión en estabilidad.
La idea clave era la interdependencia: un mundo conectado, donde los fracasos estructurales en un país podían repercutir, por la vía de los flujos migratorios, el crimen transnacional o el colapso económico, sobre el bienestar de otros. Esta lógica alcanzó su madurez con la expansión global de USAID, la influencia del Banco Mundial y el entramado institucional que consolidó una noción liberal del desarrollo.
La visión de intervencionismo liberal fue aparejada con cierto pesimismo: los malos también juegan. Sin embargo, en la medida que la realidad de la Guerra Fría quedó atrás, las realidades de este siglo dejaron un mal sabor. Las carencias del sistema se vieron en el desgaste militar y financiero de guerras prolongadas, la polarización doméstica en los países donantes, y la creciente competencia de nuevos actores menos comprometidos con la democracia.
Goodbye, Uncle Sam
EEUU sigue siendo, en términos brutos, el mayor donante individual del mundo. Su contribución aumentó significativamente con el inicio del conflicto en Ucrania. Pero esa cifra es engañosa si se considera el contexto. Se trata de una inversión concentrada y reactiva, que no compensa los recortes masivos y estructurales a su infraestructura global de cooperación.
USAID, columna vertebral de programas en salud, educación, agricultura y fortalecimiento institucional, fue reducida a una sombra de su antigua proyección. El secretario de Estado Marco Rubio anunció una purga total de sus programas. El desmantelamiento no solo disminuye su capacidad operativa, sino que debilita viejas alianzas construidas a lo largo de décadas con organizaciones locales de la sociedad civil y actores multilaterales.
Este vacío será ocupado, como vemos en contrapartida, con las acciones de China, que ya no actúa como emergente receptor, sino como generoso mecenas. Con la reducción de la ayuda estadounidense, Beijing aprovecha la coyuntura para incrementar sus propios esfuerzos en el ámbito de la cooperación internacional. Financia proyectos a través de préstamos en lugar de donaciones para ampliar su influencia en regiones como África y América Latina.
Sombras chinescas
La reducción del liderazgo estadounidense es compensado parcialmente por otros actores. Alemania y Francia, junto con las instituciones de la Unión Europea, incrementaron su aporte y hoy representan —en conjunto— casi un 50 % más que EEUU, además de contribuir en mayor proporción a sus economías. Este esfuerzo europeo se sostiene sobre una visión de la cooperación que combina responsabilidad moral, estabilidad regional y promoción de valores democráticos.
Otros países de valores similares, como como Japón, Corea del Sur, Suecia y el Reino Unido, se ven enfrentados a presiones internas. Estas limitan su capacidad de mantener un liderazgo global en este ámbito, pese a su larga tradición de cooperación.
El mapa de la ayuda se ha vuelto más multipolar. China, India, los Emiratos Árabes Unidos, Turquía y Qatar han consolidado sus propios modelos de cooperación. En el caso de China, se evidencia una estrategia deliberada para propagar con soft power el proyecto civilizatorio de su Belt and Road Initiative, en el que se asume claramente como el centro natural de los intercambios mundiales. Siguiendo el patrón chino, estas naciones emergentes operan con condiciones y mecanismos que difieren notablemente del modelo occidental. Esto puede derivar en una dependencia económica y política a largo plazo para los países receptores.
La consecuencia es un sistema fragmentado donde la competencia entre modelos de asistencia puede ofrecer soluciones inmediatas a algunos sin una perspectiva normativa clara. El orden de cooperación liberal pasa a ser sustituido por un desorden de influencia iliberal.
No me ayudes, compadre
Uno de los puntos débiles más persistentes de la asistencia internacional ‒y de la alarma de sus críticos‒ es su carácter vertical y unilateral. Estos son donantes que imponen condiciones y receptores que, en ocasiones, se ven forzados a adaptar sus políticas para acceder a financiamiento. No obstante, en el panorama actual se hace cada vez más evidente la necesidad de transitar hacia un modelo en el que la cooperación sea bidireccional.
La experiencia acumulada durante décadas muestra que la eficacia de la ayuda no reside únicamente en la magnitud de los fondos, sino en la solidez de las redes de cooperación y en la capacidad de adaptación a los contextos locales. Pero esto requiere, en cualquier caso, la asistencia.
El repliegue de EEUU, como el eventual de cualquier potencia global, demuestra que, sin un compromiso sostenido, los proyectos de desarrollo pueden transformarse en intervenciones efímeras que no logran prevenir crisis estructurales de incidencia global. El caso de Afganistán, donde la retirada de apoyo internacional precipitó un colapso, es un claro ejemplo de lo que puede ocurrir cuando se descuida la infraestructura de cooperación con experticia local.
Juego de poder
Para contrarrestar esta tendencia, es indispensable que los nuevos actores y los antiguos donantes adopten un enfoque basado en la corresponsabilidad. Los países receptores deben tener un rol activo en la definición y ejecución de sus estrategias de desarrollo. En América Latina, oscilamos con variable peso entre tener un rol de receptores y proveedores de ayuda internacional. A veces aprovechados por élites tecnocráticas o poderes locales, y esto hace nuestra posición difícil de defender.
La desaparición estadounidense, con asistencia sin un deber de reciprocidad e inversiones con la irrupción de nuevos actores con agendas propias (especialmente los pesados créditos chinos), nos llevará a alianzas estratégicas en las que seguimos teniendo poco que aportar.
El riesgo presente para los países receptores de ayuda será quedar atrapados en un juego de poder. Como un competencia entre modelos de asistencia que favorezca intereses ajenos al desarrollo integral y sostenible. Sin embargo, todas estas previsiones pueden ir al basurero por la presión por mejoras concretas que nuestros Estados y su capacidad material limitada puede dar. Más bien, como enclaves del juego de posiciones entre las potencias. Quien paga, ahora sí, puede querer mandar de a de veras.
Una nueva arquitectura
La reconsideración de la ayuda internacional por parte del Norte Global no es meramente una reducción presupuestaria de austeridad coyuntural, sino que parece ser un cambio de paradigma con implicaciones geopolíticas profundas. Si bien otros actores están asumiendo parte del rol, el debilitamiento de las redes tradicionales y la creciente fragmentación del sistema dificultan una respuesta coherente a los desafíos globales que siguen allí: cambio climático, asimetrías económicas, migraciones masivas, seguridad alimentaria e incluso, si llegase a importar, el fortalecimiento democrático.
La asistencia internacional debe reestructurarse sobre estructuras formales de exigencia más equitativas y horizontales. Es fundamental que se evite la tentación de desechar el legado de la cooperación tradicional en un intento de modernizar con motosierra los mecanismos existentes. Al contrario, se debe fortalecer la infraestructura global que ha permitido, durante décadas, evitar que la falta de desarrollo se traduzca en crisis humanitarias y políticas.
Aunque quizás sea ya muy tarde, el desafío consiste en garantizar que la asistencia internacional siga siendo una herramienta eficaz para promover el desarrollo sostenible y la estabilidad global, evitando que la competencia por influencia se convierta en un factor de desestabilización que ponga de segundo lugar la atención a los problemas reales.