El pasado 31 de diciembre a las 9:34 de Roma falleció a sus 95 años Joseph Ratzinger (Benedicto XVI). Pasará a la historia como uno de los intelectuales más brillantes de los últimos cien años, cuya originalidad para traducir las verdades del cristianismo a un lenguaje más contemporáneo, su pasión por la verdad, por el diálogo entre fe y razón, entre ciencia, filosofía y religión, le ha vuelto un papa leído y elogiado por intelectuales ateos o agnósticos, aunque no tan conocido en su pensamiento por los propios católicos. Mario Vargas Llosa dijo sobre él que se trata de uno de los intelectuales más destacados del presente, cuyas «novedosas y atrevidas reflexiones» dan respuesta a los problemas morales, culturales y existenciales de nuestro tiempo».
Su diálogo e intercambio con pensadores contemporáneos como Jürgen Habermas sobre filosofía política, o con el italiano Flores D’Arcais sobre ateísmo, son una muestra de su trascendencia más allá del catolicismo y su apertura permanente al encuentro con el mundo laico. Fue de los pocos grandes teólogos del Concilio Vaticano II cuya influencia lo convirtió en la principal figura doctrinal durante el pontificado de Juan Pablo II.
El periodista alemán Peter Seewald, biógrafo de Benedicto XVI, lo describió como uno de los pensadores más brillantes del siglo XX, un incómodo teólogo inclasificable en los esquemas ideológicos de conservador o progresista, una mente libre y abierta que dialoga con filósofos y científicos, con ateos, agnósticos y creyentes de todas las religiones. Un creyente con una profunda vida espiritual, cuyo testimonio renueva la fe y la esperanza de católicos y protestantes:
«Los seguidores de Benedicto echan de menos sus inteligentes discursos, capaces de enfriar el entendimiento y enardecer los corazones, la riqueza de su lenguaje, la franqueza en el análisis, la infinita paciencia en la escucha, la nobleza que él personifica como pocos otros eclesiásticos. También, cómo no, su sonrisa tímida y sus a menudo algo torpes movimientos sobre el estrado, propios de un Charlie Chaplin. Sobre todo, su insistencia en la razón, que, como garante de la fe, protege la religión del deslizamiento hacia las locas fantasías y el fanatismo. Por último, pero no menos importante, su modernidad, que muchos no podían o no querían reconocer. A ella ha permanecido fiel, incluso en la disposición a hacer cosas que nadie había hecho antes».
Su vasta obra hace imposible una adecuada síntesis, por lo que resaltaremos cinco claves de su pontificado para conocer aspectos no tan conocidos de su obra.

1. Reforma y purificación de la Iglesia
Su estilo sobrio, dialogante, concentrado en lo esencial, transformó al Vaticano, reduciendo la pompa litúrgica y dando mayor apertura y participación en los debates internos. Sin publicidad eliminó el besamanos y otros signos de poder clerical. Su renuncia, que impactó al mundo como gesto de humildad (ningún pontífice lo había hecho desde 1415), fue y sigue siendo para muchos algo misterioso e impactante. Muchos pensaron que era porque no podía con la crisis de los abusos que azotó a la Iglesia pero, en realidad, cuando renunció ya había terminado gran parte de la purificación y reforma silenciosa que lo caracterizó. Entregó la casa más limpia y ordenada que como la encontró.
Intelectuales comunistas italianos lo llamaron el barrendero de Dios por la purificación que hizo dentro de la Iglesia. Desde que era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe adoptó medidas para investigar y aclarar a fondo los casos de abusos, castigar a los culpables y atender a las víctimas. Como pontífice expulsó a cientos de sacerdotes y definió la base canónica para procesar a los obispos y cardenales que se nieguen a realizar o facilitar las investigaciones. La normativa actual se definió bajo su pontificado y fue el primer papa en reunirse con las víctimas de abusos en varias ocasiones y además exhortó con fuerza a los obispos a denunciar a la justicia civil cuando se tratase de delitos.
2. Pasos decisivos en el diálogo interreligioso
Aunque sus encuentros y acuerdos con líderes religiosos, así como los cambios normativos que logró para eliminar barreras con otras comunidades cristianas, son muchos, considero de importancia destacar algunos hechos poco conocidos:
Fue el segundo pontífice que habló en una mezquita y el primero en participar en una celebración litúrgica protestante y fue el primero en visitar los lugares donde Lutero desarrolló su actividad. Por primera vez también nombró a un protestante como presidente de la Academia de las Ciencias y a un musulmán como profesor de la Universidad Gregoriana.
Israel Singer, secretario general del Congreso Mundial Judío (2007), señaló que «sin Ratzinger no habría sido posible el decisivo e histórico giro de la Iglesia católica en su relación con el judaísmo, que puso definitivamente fin a una actitud que duraba ya dos milenios».
Era desde joven alguien experimentado en el diálogo ecuménico y con un profundo interés en la revalorización de las raíces judías del cristianismo, así como en el diálogo interreligioso. Su influencia teológica fue decisiva en los diálogos que se dieron durante el pontificado de Juan Pablo II.
3. Religión y política: contra los totalitarismos y fundamentalismos
En varias conferencias y escritos Ratzinger aborda la importancia de los límites del Estado y de las Iglesias para una sana laicidad y una mayor protección de la libertad y los derechos humanos. Advierte sobre los peligros de la sacralización del Estado, porque este no abarca la totalidad de la existencia humana ni es capaz de dar respuesta a los problemas fundamentales de la existencia humana, pero también sobre las patologías de la religión cuando esta da la espalda a la razón y se convierte en fanatismo, superstición y fundamentalismo.
«La supresión del totalitarismo estatal ha desmitificado al Estado, liberando al hombre político y a la política» (1995).
«El Estado no puede imponer la religión, pero debe garantizar su libertad y la paz entre los seguidores de diversas religiones» (2009).
Estado e Iglesia son dos esferas distintas e independientes. Una sana laicidad se aleja del clericalismo y del laicismo. Entiende la laicidad como la autonomía de la esfera civil y política de la esfera religiosa y eclesiástica, pero sin renunciar al patrimonio común de los valores fundamentales de la civilización occidental porque, de lo contrario, el puro positivismo jurídico y el relativismo moral llevarían nuevamente a la sacralización del Estado y a nuevas formas de fundamentalismos religiosos y políticos.
«El reconocimiento de los derechos civiles y políticos, y la administración de servicios públicos no pueden ser condicionados por convicciones o prestaciones de naturaleza religiosa por parte de los ciudadanos. El Estado debe garantizar la libertad religiosa: promover que cada hombre pueda profesar su fe públicamente» (2003).
4. Una razón abierta: diálogo e integración de los saberes
En una sociedad democrática, la única vía posible es el diálogo racional y la participación ciudadana. Por ello, Ratzinger entiende la urgencia de promover un cambio cultural que facilite el encuentro entre los diferentes saberes. Hizo un llamado permanente a ampliar la razón, superando los reduccionismos cientificistas que consideran los argumentos éticos y políticos como puramente subjetivos. Su llamada es a buscar la unidad del saber en la búsqueda de la verdad, pero desde una razón abierta, que integre filosofía, teología y ciencias experimentales.
La religión, cuando queda separada de toda responsabilidad ante la razón, degenera en diversas formas de superstición, fideísmo, irracionalismo y fundamentalismos. En el otro extremo también son conocidas las formas patológicas de la razón, cuando la idolatría de la ciencia por la ciencia misma ha traído una larga lista de horrores cometidos con vidas humanas y con la propia naturaleza. La necesaria distinción y autonomía de los saberes no impide la comunicación y el enriquecimiento mutuo.
La ciencia se enriquece y se desarrolla mejor cuando sus conceptos y resultados se integran a otros saberes, en una visión más amplia de la realidad. El interés por el descubrimiento del sentido y del valor último de la realidad no es algo banal de lo que podamos sustraernos y abandonarlo.
5. La dictadura del relativismo y la verdadera libertad
Ratzinger ha visto con claridad que en la crisis que atraviesa Occidente las dos tentaciones más nefastas para la civilización y para las sociedades democráticas son el fundamentalismo y el relativismo. SI bien el relativismo se erigió como respuesta al fundamentalismo, es igualmente dogmático al afirmar que todo es relativo. Así, el relativismo califica de fundamentalista y totalitario a quien intenta buscar la verdad o establecer niveles de verdad en el conocimiento. En una sociedad donde la libertad individual es entendida como orientada solo al bienestar particular, es una deshumanización de la libertad:
«Una libertad cuyo único argumento consistiera en la posibilidad de satisfacer las necesidades no sería una libertad humana.
[…]La libertad necesita una trama común, que podríamos definir como fortalecimiento de los derechos humanos.[…]Uno no puede querer la libertad solo para sí mismo. La libertad es indivisible y debe ser considerada siempre como conectada al servicio de la humanidad entera. Eso significa que no puede haber libertad sin sacrificio y renuncia. La libertad requiere velar para que la moral sea entendida como un lazo público y común». (1992)
Ratzinger critica el positivismo estricto que termina en puro pragmatismo y relativismo, el que se expresa en la absolutización del principio de las mayorías, que puede atentar contra la libertad y los derechos humanos fundamentales. ¿No deberíamos contar con mínimos éticos no negociables? ¿No es la dignidad humana un límite ante el cual los caprichos individuales deberían detenerse?
Le preocupaba incesantemente que, si las sociedades democráticas occidentales se apartaban de las grandes fuerzas morales de su tradición, podrían estar suicidándose culturalmente y poniendo en peligro las libertades y el bien de las personas, abriendo la puerta a nuevas formas de totalitarismos.
La crisis de valores en la política es la punta del iceberg del problema que vislumbró Ratzinger como consecuencia de la imposición de un pragmatismo y relativismo radical, especialmente en el campo de la ética y el derecho.
La profundidad y originalidad de su pensamiento hizo que fuera malinterpretado e incomprendido. Su libertad para pensar fuera de las modas intelectuales lo convertirán en un clásico, de esos que con el pasar de los siglos siempre nos dicen cosas nuevas y no dejan de enseñarnos.
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