En las calles de Halle, en Sajonia-Anhalt, Alemania, un cartel azul celeste y rojo, adornado con la fotografía de una joven mujer en aparente trance musical, reza: “¡Por fin libre en tu propio país!”. A pocas cuadras, en un salón de conferencias de la ciudad, una voz proyectaba desde las pantallas ese mensaje de liberación a unos miles de partidarios del partido anti-sistema Alternativa por Alemania (AfD): “Estén orgullosos de su propia historia milenaria, y no se pierdan en esa especie de multiculturalismo que diluye todo”.
Este podría ser el mensaje de cualquier viejo derechista alemán. En realidad era el discurso del magnate tecnológico sudafricano-estadounidense y consejero de la Presidencia de Donald Trump, Elon Musk. El mismo que hace apenas pocos años se identificaba como políticamente moderado, cercano a causas progresistas y liberales con marcado acento de utopismo tecnológico.
Lo que antes se interpretaba como una neutralidad pragmática —un desapego supuestamente inherente a la clase tecnocrática del Silicon Valley— resultó más bien en la incubadora de una ideología ambiciosa.
Disrupción y conspiración
Musk, como arquetipo de su generación de magnates, encarna la transición de un progresismo superficial. Se construyó sobre la fe en la inevitabilidad de la tecnología como agente de bienestar. Y pasó a un populismo tecnoreaccionario, que se alinea con los elementos más extremos de la política occidental. Su afinidad con la ideología MAGA, su eco a teorías de conspiración racial como el Gran Reemplazo, su simpatía con proyectos como el Proyecto 2025 de la Heritage Foundation y su reciente respaldo al revisionismo histórico de la AfD alemana, son más que excentricidades personales. Son la confirmación de un proceso de radicalización de las élites tecnológicas.
Este último punto es crucial. El desprecio por la política ordinaria, la angustia por la masculinidad retada por la liberación sexual y el entusiasmo por figuras autocráticas no son elementos circunstanciales en este grupo de magnates. Se han convertido en su hoja de ruta. Las propuestas teóricas, y el dinero invertido, lo revelan. Desde la propuesta de Balaji Srinivasan, de crear un “Estado Red” alejado de las estructuras mundanas, hasta fórmulas de gobierno que trasciendan las fórmulas de consulta democrática, como las planteadas por Peter Thiel. Que los líderes políticos sean reemplazados por quienes conozcan la nueva economía es cada vez más recurrente en los círculos de poder tecnológico.
Este fenómeno no se da en el vacío. Musk y sus pares han sido moldeados por una serie de influencias intelectuales. Como el libertarianismo duro de Hans-Hermann Hoppe, las propuestas neomonárquicas de Curtis Yarvin y su Dark Enlightenment y las lamentaciones de la manosphere, que recicla obsesivamente las mismas quejas contra la modernidad, la democracia y el gobierno administrativo.
Narrativa: mesías y peones
No se debe obviar el papel de la cultura corporativa de Silicon Valley. Son hombres sobrecargados de trabajo, atrapados en su propio mito del genio incomprendido, a menudo con un historial de aislamiento social o de resentimiento por el desprecio del mundo académico y cultural establecido. Han construido su visión del mundo desde la convicción de que ellos, y solo ellos, pueden reformar la sociedad y salvar a la humanidad. Esto explica el mesianismo que recorre los discursos de Musk sobre el destino del planeta, la exploración espacial y la inteligencia artificial. Pero también explica por qué la idea de pesos y contrapesos les resulta intolerable. Justamente, es una estructuras diseñadas para mitigar los impulsos autocráticos de los individuos poderosos.
Pero lo que distingue a Musk de sus contemporáneos es su tenaz empeño en tener incidencia pública directa. Mientras Jeff Bezos (Amazon) juega al jet set empresarial y Mark Zuckerberg (Meta) hace ejercicios extremos y ensaya con “comunidades virtuales”, Musk se ha lanzado sin tapujos a la contienda política. Más allá de la retórica incendiaria en X e incluso sobrepasando límites institucionales formales. No solo cambió el discurso socialmente aceptado al bajar los controles al extremismo en X (antes Twitter).
Su Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE) es el ariete práctico del Proyecto 2025. Implementó despidos masivos de funcionarios, eliminó regulaciones y centralizó decisiones administrativas en un círculo cercano de creyentes alineados con esa visión. Busca remodelar la administración federal estadounidense. Y ha servido de plan para el segundo mandato de Trump, publicando acciones en tuits y correos electrónicos, lo que corta la cinta roja de los funcionarios de carrera.

¿Musk arquitecto o títere?
Es innegable que Musk es una figura brillante. Se hace imposible dudar de su convicción como predestinado al proyectar sus éxitos empresariales en una visión completa de la sociedad humana que colinda entre la genialidad y la megalomanía en torno al destino del planeta, la exploración espacial y la inteligencia artificial. Al final, lo hace presa fácil del agravio y del halago.
Su comportamiento errático, su tendencia a caer en disputas infantiles y su incapacidad para sostener una narrativa coherente, sugieren que podría ser instrumentalizado por actores más astutos. Mientras los estrategas de la derecha radical han delineado en las sombras el desmantelamiento de las democracias liberales, Musk se mantiene como una figura disruptiva de relativa popularidad. Es capaz de abrir brechas y generar caos. Pero, su historial en la gestión de X, sus fracasos en iniciativas políticas y su falta de una estructura organizativa sólida sugieren que su presencia puede ser fugaz. Aunque su impacto sea duradero.
¿Musk es un verdadero arquitecto de este cambio o simplemente el tonto útil en un juego político mayor? No fue el primero en exponer que el Estado constitucional y una burocracia permanente pueden ser un obstáculo intolerable. Esta estructura fue diseñada, precisamente, para mitigar los impulsos autónomos de individuos poderosos. Pero bien puede ser la persona dispensable que haga el trabajo. A fin de cuentas, Musk no es un funcionario electo. Su posición es vulnerable a las veleidades del poder.
Vaciamiento democrático
El viraje ideológico de Musk no ocurre en un abstracto. Las democracias liberales, occidentales, han erosionado sus propios cimientos al ceder demasiado espacio a un consenso tecnocrático y neoliberal. Esto dejó a sectores de la población alejados las dinámicas que afectan sus países. Cuando los votantes sienten que la democracia no responde a sus intereses, buscan alternativas. Algunas de ellas populistas, otras abiertamente autocráticas. Silicon Valley, lejos de ser una anomalía en este proceso, siguió un patrón similar al de otras élites tecnológicas en la historia. Funcionó como motor de la paradójica ruptura iliberal de la democracia que millones de votantes parecen preferir.
En un mundo donde los algoritmos determinan la información que consumimos y los magnates digitales pueden moldear el discurso público con una publicación, la pregunta no es si tomarán el poder. Sino, cómo resistirán las instituciones democráticas. El incansable Musk, en su papel de Ciudadano Kane posmoderno, no es un caso aislado. Sino, un síntoma de una era donde la tecnología y la política han colisionado de manera irreversible.