Trump y el gobierno en delay

Trump y el gobierno en delay

La administración republicana utiliza las órdenes ejecutivas como estrategia para avanzar en su agenda antes de que las medidas puedan ser frenadas por la Justicia.

Por: Gabriel Pastor9 Jun, 2025
Lectura: 7 min.
Trump y el gobierno en delay
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Artículo original en español. Traducción realizada por inteligencia artificial.

20 de enero de 2025. El Sindicato Nacional de Empleados del Tesoro presentó una demanda para bloquear una orden ejecutiva firmada por el presidente Donald Trump el mismo día de su asunción. El gremio sostiene que el decreto vulnera leyes aprobadas por el Congreso que garantizan la estabilidad del servicio civil, salvo para un grupo reducido de cargos políticos confirmados por el Senado.

30 de mayo de 2025. La red de televisión pública PBS y una estación local de Minnesota demanda otra orden ejecutiva. Esta vez por recortar el financiamiento federal a la televisión y la radio públicas. Alegan que esa atribución corresponde al Congreso, no al Poder Ejecutivo, y que la medida es inconstitucional.

Más y más litigios

Entre esas dos fechas se registraron más de 250 demandas contra decisiones de la Casa Blanca en tribunales federales o ante la Corte Suprema. Diez de esos casos ya fueron cerrados. Los temas en disputa son diversos: detención y deportación sin el debido proceso de inmigrantes sin documentos (incluso se han verificado casos de extranjeros con papeles), ciudadanía por derecho de nacimiento, despidos masivos de empleados federales, desmantelamiento de agencias, asistencia social, libertades civiles, medio ambiente, entre los temas más divisivos.

Es probable que durante la redacción y publicación de este artículo se hayan sumado nuevos litigios, en línea con una forma de gobernar basada en el uso expansivo —y muchas veces abusivo— de las facultades presidenciales. Estas acciones pueden no ser ilegales en lo formal. Pero tensionan el principio básico del Estado de derecho: el equilibrio entre poderes. Esto significa que las órdenes ejecutivas pueden estar dentro de las atribuciones formales del presidente. Pero eso no garantiza necesariamente el espíritu de la Constitución.

“Protejan a los migrantes. Protejan el debido proceso”. Nueva York, abril de 2025. Foto: Shutterstock.

¿Una estrategia deliberada?

¿Se trata de un uso estratégico del sistema judicial con la intención de desbordarlo? ¿Se recurre a órdenes ejecutivas —que no deben pasar por el Congreso— sabiendo que serán impugnadas? ¿La Casa Blanca quiere ganar tiempo entre su aplicación y una eventual anulación judicial, período durante el cual los efectos ya se produjeron?

Ese desfase entre decisión política y respuesta judicial no es nuevo, pero rara vez se lo ha explotado con tanta regularidad. En condiciones normales, el Poder Ejecutivo espera que sus actos se sostengan en la legalidad. Trump, en cambio, parece invertir esa lógica: da por hecho que será llevado a los tribunales, pero no le importa. Le basta con que las medidas entren en vigor. El objetivo no es que resistan el análisis legal, sino que produzcan consecuencias mientras la Justicia se toma su tiempo.

Es una forma de ejercer el poder: aprovechar el delay judicial para avanzar con la agenda republicana. Incluso cuando las decisiones se declaren ilegales o inconstitucionales. En ese sentido, hay un patrón que se repite. Desde las políticas antiinmigrantes o contra los extranjeros, pasando por las órdenes de separación de familias en la frontera, el cierre de instituciones federales y hasta la imposición de aranceles. Muchas medidas fueron impugnadas por organizaciones de la sociedad civil, empresas  e incluso por gobiernos estaduales. Llegan a los tribunales, se analizan, se falla, y, si este es adverso, la administración apela. Muchos de ellos terminan en la Corte Suprema.

Aunque todavía es temprano para medir su impacto, las órdenes ejecutivas podrían generar los efectos que la administración busca. De ser así, dejarían la marca Trump en distintos planos: ideológico (como en la reacción al fenómeno woke), institucional (con el cierre o debilitamiento de agencias federales), económico-político (proteccionismo comercial y la “motosierra” contra la burocracia) y global (el retroceso en normativas ambientales).

Una carrera contra reloj

El paso del tiempo basta para que un recorte presupuestal o el cierre de una agencia, solo como ejemplo ilustrativo, produzca un daño irreversible. Las grandes decisiones de la Casa Blanca en los tribunales convierte al sistema judicial en una carrera contra el reloj. El Poder Judicial, diseñado para deliberar con prudencia y garantizar el debido proceso, queda sobrepasado por la velocidad del Poder Ejecutivo.

Cuando un gobierno emite órdenes ejecutivas, que sabe que serán impugnadas, la legalidad deja de ser un requisito previo para la acción inmediata y pasa a ser una barrera que puede sortearse con el tiempo. Así, el derecho deja de funcionar como principio rector de la acción pública para convertirse en un trámite burocrático que se gestiona, se esquiva o se demora.

Este modo reformista explica que expertos de Brookings estimen que en los próximos dos años habrá un aumento de este tipo de litigios. Sin embargo, consideran que los tribunales están bien preparados para gestionarlos y anticipan que el gobierno “enfrente pérdidas” en las instancias judiciales iniciales.

En el sistema judicial, los tribunales inferiores son la primera instancia donde se presentan y analizan los casos. Allí se examinan los hechos, se escuchan las pruebas y se dicta una resolución inicial. Si alguna de las partes no está conforme con esa decisión, puede apelar ante tribunales superiores o de segunda instancia, que revisan la correcta aplicación de la ley y la valoración de los hechos. Este mecanismo busca asegurar un doble control judicial antes de que un caso llegue a instancias como la Corte Suprema. Sin embargo, también implica que los asuntos más complejos puedan demorarse años en resolverse de manera definitiva.

Una concepción del poder

Podría interpretarse que la Casa Blanca no gobierna con la ley, sino a pesar de ella. Lo judicial se reduce a una demora técnica. Mientras tanto, se avanza. Y, cuando finalmente llega el fallo, ya es tarde: la medida cumplió su función simbólica, su impacto social y el mensaje fue emitido.

Más allá del cálculo político, puede tratarse de una concepción del ejercicio del poder por parte de un jefe de Estado arrollador, que desafía los pesos y contrapesos del sistema republicano. El Congreso, alicaído en sus competencias de control, enfrenta una oposición inmovilizada y sin liderazgo, mientras el Partido Republicano se muestra rendido a los pies presidenciales.

En ese contexto, sobre la Justicia recae una enorme responsabilidad: sus tribunales cumplen un rol clave en el control de la constitucionalidad del arte de gobernar, una atribución definida por la Corte Suprema en el caso Marbury contra Madison (1803). En ese fallo, la Corte estableció su autoridad para revisar y anular leyes del Congreso o actos del Poder Ejecutivo que sean contrarios a la Constitución. Así, se consolidó un mecanismo clave dentro del sistema de control institucional, asegurando que ningún poder del Estado pueda exceder los límites constitucionales.

Pero en el caso que aquí nos ocupa, parecería que las demandas contra las órdenes ejecutivas no bastan para frenar las reformas de Trump, incluso cuando los tribunales fallen en contra de la administración. El efecto llega tarde, la saturación judicial se acumula y, mientras tanto, el escenario político cambia. Además, en varias ocasiones la Casa Blanca adoptó una actitud desafiante cuando la Justicia impuso límites a decisiones profundas y unilaterales.

Como ejemplificó Benjamin Wittes, investigador principal de Estudios de Gobernanza en Brookings, en un podcast con expertos jurídicos que analizaron los litigios contra la administración Trump, “se puede ganar la guerra después de perder todas las batallas legales”.

Gabriel Pastor

Gabriel Pastor

Miembro del Consejo de Redacción de Diálogo Político. Investigador y analista en el think tank CERES. Profesor de periodismo en la Universidad de Montevideo.

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