El presidente salvadoreño utiliza una retórica que comprende referencias a designios divinos. Mientras parte de las Iglesias callan, algunas voces elevan críticas y desafían al gobernante. ¿La polarización se extenderá también al ámbito religioso?
Intervención en la Asamblea Legislativa
El día en que la Asamblea Legislativa salvadoreña decidió cooptar ilegalmente al Poder Judicial y a la Fiscalía General de la República con funcionarios acordes a las pretensiones y conveniencia del Ejecutivo, era un sábado.
Esa misma noche, la Conferencia Episcopal de El Salvador canceló la conferencia de prensa que tenía programada para la mañana siguiente. Solo cuatro días después los obispos emitieron un tibio comunicado respecto a lo sucedido, el cual tuvo un tímido eco en los púlpitos en días posteriores.
El comunicado hacía referencia a las enseñanzas de monseñor Romero, el único salvadoreño en los altares, cuyo martirio fue consecuencia de la fuerza y valentía con la que denunció los atropellos y asesinatos de los regímenes autoritarios; del santo, los obispos solo aprendieron —según su propio comunicado— que debían «elevar sus oraciones» y «conservar la libertad para juzgar las acciones de los gobernantes». De manera similar, la mayoría de las voces de las numerosas comunidades de fe evangélicas también callaron.
Solo el pastor Mario Vega —cuya iglesia trabaja una zona periurbana con altos índices de pobreza, violencia y las peores consecuencias de ambos males— se atrevió a decir públicamente que el presidente Nayib Bukele, que está sembrando vientos, cosechará torbellinos. E, incluso, semanas después reflexionó sobre el deber cristiano de la desobediencia civil ante gobiernos injustos. Recientemente, a la voz del pastor se sumó la del cardenal Gregorio Rosa Chávez, quien avisó del terremoto político en el que se encuentra El Salvador.
Convulsión
«El país está con una gran convulsión política en este momento, una crisis política muy grave porque no tenemos en este momento un Estado de derecho que funcione, no tenemos independencia de poderes, no tengo una figura política en quien confiar, no tenemos una ley que tengamos que respetar, hay un temor muy grande que no haya ley ni orden, por tanto no hay justicia verdadera», advirtió el cardenal, el único alto funcionario católico que se ha pronunciado con tal fuerza al respecto de lo que sucede en el país.
Bukele, que suele responder con furia inmisericorde a sus detractores, quizá por razones más políticas que piadosas, ha mantenido un cauteloso silencio ante los líderes religiosos que le critican. Esta es una de las pocas debilidades que, de momento, se puede advertir públicamente del presidente.
Como en la mayoría de los países de América Latina, en El Salvador señalar y acusar políticos de carrera es relativamente fácil y tiene un efecto redituable ante la opinión pública. Pero como en la mayoría de los países de la región, la salvadoreña también es una sociedad profundamente religiosa. Según datos de LAPOP (2014), más de 94% de los salvadoreños dice creer en Dios y el 85% pertenece a una comunidad de fe.
Conociendo esto, Bukele pretende ser un creyente y algo más ante sus devotos seguidores. En los días más infames de su gestión ha procurado convencer a los salvadoreños de que Dios está de su lado. El día que entró con militares armados al recinto del Poder Legislativo, dominado entonces por la oposición, se puso a orar rodeado de fusiles frente a las cámaras, asegurando que Dios mismo le había hablado y le había pedido tener paciencia.
Grandilocuencia
En otro de sus frecuentes ataques de grandilocuencia, y después de que su partido resultara triunfador en las elecciones legislativas y municipales del 2021, un eufórico Bukele se presentaba en Twitter a sí mismo como un instrumento de Dios en la nueva historia del país.
Pero no todos piensan lo mismo. Llevar a los líderes religiosos a su grey no está siendo fácil para Bukele. La mayoría de quienes callan no lo apoyan, sino que le temen; y quienes le apoyan —principalmente desconocidos pastores evangélicos— difícilmente son aceptados entre la comunidad evangélica del país.
A la fecha, parece que solo las Iglesias pueden pelear por la lealtad que los salvadoreños profesan al popular Bukele, por lo que este busca —al menos— neutralizar la influencia que los líderes religiosos puedan tener en la opinión pública entorpeciendo su ambiciosa agenda.
Cada vez que puede, de manera populista, apela a la voluntad de Dios para simpatizar con piadosos e incautos. Bukele ha utilizado a Dios para, por ejemplo, legitimarse a sí mismo, condenar a opositores, congraciarse con la población e, incluso, motivar a la portación de armas.

Cuando las voces de los líderes religiosos advierten que en el país hay temor, que no hay ley ni orden, que no hay justicia verdadera y llaman a la desobediencia civil, lo hacen porque actualmente arrecia la persecución política hacia opositores y se suman tropas a las fuerzas armadas con el propósito de instrumentalizarlas políticamente y que sirvan como seguro garante a la continuidad del Ejecutivo, al mismo tiempo que se acelera una reforma constitucional cuyo principal propósito es perpetuar al presidente y sus acólitos en el poder.
Cuando Dios es la ley
Todo ello, en un país en el que los órganos legislativo y judicial, así como la fiscalía, se rinden a los designios del autodenominado instrumento de Dios; y se han convertido en cómplices de un Ejecutivo que desbarata al Estado y que gobierna ensimismado, idolatrando el poder, a la espera de que los ciudadanos hagan lo mismo con él.
Aunque con su discurso el presidente insista en que convertirá el país en la tierra prometida, sus caprichosas, erradas y personalmente convenientes decisiones políticas nos dirigen a un largo caminar por el desierto. Así lo presagian los indicadores sociales y económicos del país, que no solo no han mejorado con la llegada de Bukele, sino que algunos empeoran de manera acelerada.
De momento, aunque los fanáticos defensores de Bukele en redes sociales se empeñan en atacar a los religiosos que se han atrevido a criticar los abusos del presidente, la ambigua respuesta de este frente a los señalamientos de los ministros religiosos sugiere que el régimen no está preparado para responder ante una situación en la que los líderes de las Iglesias se conviertan en líderes de la oposición.
Pero como organizaciones sociales, en las que los ciudadanos participan, las Iglesias ocupan un papel importante en la esfera pública, especialmente en momentos en que se necesitan voces que ayuden a comprender lo que está pasando.
Coyuntura
En El Salvador de hoy, las Iglesias y sus ministros enfrentan una coyuntura histórica que les reclama. Pueden callar y ser cómplices del régimen; o, por el contrario, pueden asumir el rol de acompañar a sus feligreses en desarrollo de una ciudadanía responsable en el debate público, exigir rendición de cuentas y la defensa de la democracia en un país con una profunda crisis institucional y de representatividad.
«En el debate político público —escribe Rawls— se pueden introducir, en cualquier momento, doctrinas generales razonables, religiosas o no religiosas, siempre que se ofrezcan razones políticas apropiadas
Es decir, ahora que la democracia peligra, como miembros de la sociedad civil que los incluye, los líderes religiosos pueden y deben ser parte del debate público, y también sobre ellos recae el deber de orientar moralmente al pueblo que el bukelismo reclama para sí, advertir las injusticias, sus consecuencias y reconocer a quienes la provocan. Los líderes religiosos tienen la facultad y la obligación moral de llamar a la conciencia de los ciudadanos creyentes y no creyentes.
El juicio de Dios
Así lo hizo el Rev. Martin Luther King y lo plasmaba desde su celda en la cárcel de Birmigham: «Demasiado a menudo, la Iglesia contemporánea tiene una voz débil e intrascendente, de sonido incierto. Demasiado a menudo, se manifiesta como acérrima defensora del statu quo. En vez de sentirse perturbada por la presencia de la Iglesia, la estructura de poder de una típica comunidad se beneficia del espaldarazo tácito —y a veces explícito— de la Iglesia a la situación imperante. Pero el juicio de Dios se cierne hoy sobre la Iglesia más que nunca.
Y así lo hizo ver Mons. Romero cuando dijo a los salvadoreños: «”Toda potestad viene de Dios”; es cierto, nadie puede gobernar si Dios no le da un poder.
La doctrina social de la Iglesia enseña que «la autoridad pública, que tiene su fundamento en la naturaleza humana y pertenece al orden preestablecido por Dios, si no actúa en orden al bien común, desatiende su fin propio y por ello mismo se hace ilegítima» (cf. 398).
La historia solo recuerda a aquellos líderes religiosos que se atrevieron a ser consecuentes con sus creencias de paz, justicia y libertad.