Hace poco tiempo, el expresidente Barack Obama reconoció públicamente el influyente papel del entonces vicepresidente Joe Biden en la política exterior de su gobierno, particularmente en las definiciones de su administración sobre Afganistán. Su ventaja comparativa, la experiencia acumulada en asuntos de política exterior, su habilidad en ver las oportunidades de poder estadounidense «con los pies en la tierra», una actitud pragmática más que ideológica.
Y ese fue, precisamente, el talante de su gira europea la semana pasada, con el broche de oro de la primera cumbre que mantuvo con el presidente de Rusia, Vladimir Putin: encuadrar a la autocracia de Moscú y de Pekín como el problema global más importante para la democracia, teniendo muy presente que su primera salida como jefe de Estado era demostrar al mundo que Estados Unidos ha vuelto al escenario mundial.
Ha vuelto al camino de la cooperación multilateral para encauzar los problemas globales; a confiar en sus aliados naturales desde la Guerra Fría; y a liderar un bloque en defensa de los valores fundamentales de la democracia, ejes de una política internacional desde el fin de la Segunda Guerra Mundial que fueron desechadas por el expresidente republicano Donald Trump y perjudicaron al eje europeo.
Gestos del presidente
Los gestos del presidente demócrata son los de un líder que cree en el carácter excepcional de Estados Unidos —el credo republicano y en los valores como el de la libertad— y que rezuma optimismo con relación al papel que puede jugar la primera potencia del mundo en el escenario internacional.
Y una política exterior que, en su modo de ejercer el poder, se fortalece en las relaciones personales con los líderes de países aliados, algo inocultable en la interacción que tuvo con los jefes de Estado o de gobierno en las reuniones del G7 en Londres.
Es cierto que hubo diferencias entre el punto de vista más drástico de Biden en comparación a líderes europeos sobre el lenguaje a utilizar en los cuestionamientos a los dos gobiernos cesaristas, incluso sobre cuál de ellos debería ser una prioridad de choque.
Para varios miembros de la OTAN, Rusia es más urgente que China, por la vocación expansionista del Kremlin en territorio europeo, una amenaza directa y permanente en el problema de Ucrania, y que obliga a fijar la vista con anteojos prismáticos en Bulgaria, República Checa, Estonia, Hungría, Letonia, Lituania, Polonia, Rumania y Eslovaquia, inquietos por las presiones agresivas del gobierno ruso.
Pero en las reuniones no hubo fisuras en el tema de fondo que es el de fortalecer la alianza transatlántica para enfrentar los desafíos que representan China y Rusia para las democracias occidentales.
Las preguntas constantes de Biden en tiempos de Obama sobre Afganistán no por simples dejan de ser iluminadoras para entender el modo en que el experimentado político demócrata enfrenta las circunstancias del mundo. «¿Por qué, exactamente, es que estamos ahí? ¿De qué recursos podemos echar mano para lograr metas específicas?», le confiesa Obama al periodista Evan Osnos que escribió una reciente biografía sobre Biden.
Y eso es justamente lo que Biden analiza ante periodistas al final de su periplo europeo: «He hecho lo que he venido a hacer».
Sus objetivos cumplidos eran básicamente tres: fortalecer el instrumento del multilateralismo, lograr unificar a las principales democracias del mundo contra la influencia de las autocracias mencionadas, y advertirle civilizadamente en la cara a Putin que Estados Unidos no tolerará más actividades dañinas del Kremlin como los ciberataques de piratas informáticos que operan desde Moscú.
La imagen de Estados Unidos
El presidente Biden tiene toda la intención de mejorar la performance de Estados Unidos frente a China en la guerra de poder blando, un aspecto en el que Washington ha perdido batallas frente a Pekín, y en el que tiene mucho por hacer, particularmente en la olvidada América Latina.
El prestigio internacional de Estados Unidos mejoró con la llegada de Biden a la Casa Blanca, de acuerdo con un estudio de opinión pública de Pew Research Center en Canadá y 15 países de Europa, Asia y el Pacífico, incluyendo a sus principales aliados europeos, difundida el pasado 10 de junio,
En 12 países contemplados en una pregunta sobre si se tiene confianza en que Biden hará lo correcto en los asuntos mundiales, más de 6 de cada 10 encuestados respondieron afirmativamente, frente a un 17 % que obtuvo Trump el año pasado. Según Pew, 62 % de las personas interrogadas tienen una imagen favorable de Estados Unidos en 2021, contra solo 34 % al final del mandato aislacionista de Trump.
El presidente demócrata recibió vítores por reincorporar a su país a la Organización Mundial de la Salud (89 % de aprobación) y al Acuerdo de París contra el cambio climático (85 %).
Pero todavía tiene por delante el reto de mejorar la imagen mundial de Estados Unidos en torno a sus compromisos reales con una política exterior favorable a sus aliados y recuperar el terreno perdido en cuanto a la imagen de su democracia, todo ello a las puertas de un nuevo mundo signado por la rivalidad entre Estados Unidos y China.
Escenario mundial
En el escenario mundial, China ocupa un segundo lugar, a distancia de Estados Unidos, pero ello no afecta la dinámica de un sistema bipolar de dos titanes que pujan por el comercio, la tecnología y la influencia geopolítica. «Un sistema bipolar —afirma el pensador indoestadounidense Fareed Zakaria— se explica más por la distancia de las dos principales potencias con el resto».
Y el desafío de Estados Unidos hoy es complejo por el auge de China en el contexto de la pandemia de covid-19. Aunque la tragedia sanitaria se inició en Wuhan, ahora solo tenemos presente el éxito del gobierno de Xi Jinping en combatir al coronavirus a una velocidad sin precedente y su «amistosa mano extendida» a países en crisis por el coronavirus, como los de América Latina.
El poder real de Estados Unidos es innegable: la mayor economía del planeta, con el dólar como moneda de reserva mundial, las fuerzas armadas más imponentes y compañías tecnológicas a la vanguardia.
Pero como revelan las encuestas de Pew, se ha deteriorado su poder blando, un instrumento significativo también para la influencia de los países en el mundo globalizado, donde China está ganando protagonismo, a lo que se suma su fenomenal aporte a la economía mundial.
El creciente poder blando chino se refleja muy bien en su plan faraónico de una Nueva Ruta de la Seda, que alcanza a casi todos los continentes, con inversiones millonarias en infraestructura, que no solo tiene un objetivo económico-comercial, sino también de influjo diplomático.
Un poder blando de China que en tiempos de pandemia se traduce en una rápida y eficiente distribución de su vacuna Sinovac por el mundo, mucho antes que Estados Unidos, a quien, pese a que le sobran vacunas por doquier, reaccionó de manera tardía.
La actual Copa América, organizada en Brasil, es una potente puesta en escena de la jugada estratégica de China en nuestra región.
Las canchas de fútbol del campeonato regional se convirtieron en territorio chino con la publicidad estática de Sinovac, así como la firma tecnológica TCL estampada en las mangas de las camisetas de los árbitros. Hasta en la plataforma de la Copa América está presente Pekín con publicidad de la red social Kwai.
Por eso, el diario argentino La Nación interpretó que la «donación» de Sinovac de 50.000 vacunas a la Conmebol «poco tiene que ver con un simple un acto solidario».
El comercio bilateral entre China y los países latinoamericanos ascendió en 2020 a más de 300.000 millones de dólares, lo que supone un salto de 1,7 % del comercio de la región a 14,4 % en veinte años, según datos manejados por el economista chileno y exministro de Hacienda Felipe Larraín B. y Pepe Zhang, director asociado del Centro para América Latina Adrienne Arsht del Atlantic Council. Además, casi un 10 % de la inversión extranjera directa de los últimos años en América Latina provino de China.
La «colaboración» de Pekín es un alivio para una región que subestima las consecuencias que suponen depender de un gobierno autoritario que no tiene empacho en presionar a los países para que acepten sus ideas y acciones.
Reconociendo que los gobiernos latinoamericanos tienen que aprender a moverse en las aguas de la nueva bipolaridad, Estados Unidos debería ampliar su horizonte más allá de los aliados europeos, muy necesario, por cierto, pero insuficiente para las batallas contra las autocracias.
Antes de que sea tarde, el optimismo y proactividad de Biden tendría que incluir una vigorosa agenda de desarrollo en América Latina, tanto económica como institucional, para asegurar o robustecer la democracia, ante el avance pertinaz del dragón al que si algo lo caracteriza es la paciencia.
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