A los voluntarios y militantes democráticos de todo el país.
Más allá de su resultado concreto, las elecciones regionales y locales del 21 de noviembre en Venezuela tendrán consecuencias inmediatas en la política venezolana, tanto en la redefinición de alianzas y compromisos internos como en la dinámica de poder en los grupos de la diáspora venezolana. Su importancia se ve magnificada por la presencia de varias delegaciones de observadores internacionales —antes vetados por el chavismo— y especialmente por la readmisión de partidos opositores en la contienda, tras años de inhabilitaciones y persecución.
Esto puede parecer un dato curioso: después de todo, las elecciones regionales en Venezuela no han sido de alta participación. Pese a varios conflictos históricos y normas a favor de un sistema federal, el país ha sido históricamente centralista en la práctica: tanto en herencia del sistema colonial como bajo caudillos centralizadores. La democracia de partidos comenzó con un gran celo contrario al federalismo, porque lo identificaba con el dominio caudillista y las guerras civiles que caracterizaron al primer siglo republicano. Pero desde finales de los años ochenta, con el objetivo de remozar una democracia en dificultades, se reformó el mecanismo de selección de gobiernos estadales y municipales, dándose paso a su elección directa. Aunque esta reforma se propuso como una cantera de renovación de liderazgos, los resultados fueron mixtos, y la promesa de mayor participación nunca se cumplió.
Antifederalismo bolivariano
Con la llegada del chavismo al poder, por otro lado, el fuerte antifederalismo bolivariano y la concepción hiperpresidencialista de la nueva élite se impusieron: aunque la Constitución de 1999 siguió reconociendo el federalismo como pilar de la república, la voracidad del Ejecutivo nacional y diversas sentencias judiciales han disminuido crecientemente las competencias y las capacidades fiscales de municipios y estados. Sin embargo, algunas regiones han sido consistentemente bastiones para los partidos de oposición, especialmente en atención a la posibilidad de mantener activos cuadros de organización local. Si se pasa revista a los líderes opositores en estas últimas dos décadas, la gran mayoría hicieron su trayectoria en gobernaciones y alcaldías, especialmente en los grandes centros urbanos como Caracas, Maracaibo, Lecherías, Barquisimeto o Valencia.
Todos los candidatos presidenciales opuestos a Chávez o a Maduro han sido mandatarios regionales, y su aspiración de liderazgo viene del aval de su gestión local, posiblemente potenciado en competencia nacional. Los pocos gobernadores y alcaldes de ciudades importantes recientemente electos de entre la oposición, como el veterano Manuel Rosales del estado Zulia, seguramente aspirarán en la próxima contienda presidencial.
Claro está, el retorno de los principales partidos de oposición a la competencia electoral no fue un acontecimiento aislado: ha sido resultado de varios esfuerzos que en esa dirección desde varios sectores sociales y de oposición política representados en las negociaciones para la designación de un nuevo Consejo Nacional Electoral que incluyeron en ese cuerpo a respetados miembros de la oposición, así como la admisión de misiones de observación como la de la Unión Europea. La expectativa de estos sectores era que esta apertura relativa fortalezca lentamente la idea de un nuevo vigor para el voto como institución, en el nuevo ciclo electoral abierto con las cuestionadas elecciones parlamentarias del año pasado. En suma, que el voto readquiera su eficacia y que el descontento popular halle una expresión pacífica y efectiva para el cambio.
Esta expectativa es frágil, y puede aún verse frustrada. Las consecuencias del autoritarismo y el consecuente repliegue electoral de las alianzas partidistas opositoras siguen vigentes. Por un lado, el aparato electoral necesario para competir está debilitado por la emigración de cuadros y la dificultad de financiamiento en las campañas, así como las restricciones generales a una campaña abierta en medios de comunicación controlados. Por otro lado, la cooptación de partidos y de algunos liderazgos por parte del Estado y financistas afines al nuevo statu quo, ha incrementado razones para la desconfianza entre los diversos grupos, que resienten su posición relativa. Adicionalmente, son evidentes las aspiraciones de liderazgos locales autónomos de tener un espacio de reconocimiento propio frente al liderazgo tradicional, y reclamar los réditos de su tenaz participación, aunque en un contexto de descreimiento generalizado.
La perspectiva sobre esta elección, en cualquier caso, era distinta para los distintos sectores partidistas. Para el chavismo, estas elecciones no ponían en riesgo su controvertido mandato, han sido promovidas como una derrota al «extremismo» y como consolidación del proceso de «normalización» del país. La baja participación no acabó con esta narrativa dado el control político que tenía como punto de partida, aunque la reducción de la plantilla de la administración pública afectó su esquema de movilización electoral mucho más que el descontento nacional. Así mismo, el gobierno de Nicolás Maduro, cuya capacidad se daba por descontado en asistencia a los candidatos locales del Partido Socialista Unido, no necesariamente deseaba estimular un proceso muy llamativo de relevo generacional y nuevos liderazgos, aunque sí haya perseguido cierto reconocimiento internacional y el desplazamiento del liderazgo tradicional de la oposición.
Oposición fragmentada
Para la oposición, fragmentada y ambivalente ante estas elecciones, la situación es más desesperada. La votación de la oposición ha disminuido frente a las anteriores elecciones regionales y se ha mostrado atomizada. La ambivalencia y hasta hostilidad del liderazgo de Juan Guaidó hacia el proceso evitó que hubiese un criterio oportuno sobre la elección en un sentido o en otro, debilitando incluso un llamado estratégico a la abstención como denuncia del proceso y aislando su figura del proceso político general.
Internamente, las relativas victorias locales fueron muy pocas, dividiéndose los electores que participamos entre partidos vinculados al centro de la alianza opositora histórica (el llamado Grupo de los Cuatro), que partía con una mayor identificación por el electorado con la tarjeta de la hoy disuelta Mesa de la Unidad Democrática, y la no poco significativa votación alcanzada por otros factores distintos al gobierno, como la Alianza Democrática (que contiene a antiguos miembros de la MUD y a partidos cooptados por el Estado) y Fuerza Vecinal (una división de la tradicional alianza opositora en importantes bastiones urbanos), entre otros numerosos partidos locales.
Perspectivas de futuro
En el futuro inmediato, no sólo se abre una discusión urgente sobre un cambio general de vocería de la oposición venezolana, sino además de su línea estratégica dominante. Será imprescindible redefinir modos de coordinación y de toma de decisión colectiva, discusión abandonada y postergada desde hace años. Es necesario evitar un nuevo ciclo de recriminaciones y denuncias mutuas, y concertar una ruta común para los años por venir.
¿Debe la oposición apostar por un referendo revocatorio en 2022? ¿Podrá lograr capitalizar el descontento para unas elecciones adelantadas? ¿Debe prepararse, más bien, para las elecciones presidenciales de 2024 y las parlamentarias de 2025, usando los canales institucionales existentes? ¿Cómo incidirá este resultado en las negociaciones en México, actualmente en suspenso? Ninguna de esas preguntas tiene una respuesta positiva para una eventual apertura y democratización del país, si no se acuerdan mecanismos de recomposición de la vocería opositora e instancias de diálogo interno entre las distintas fuerzas políticas de oposición. Para reencontrar un camino común, hay que saber primero a dónde hay que dirigirse.