Durante más de un siglo, los estudios geopolíticos han tendido a reservar a América Latina una posición secundaria o menor, al menos en lo que respecta a conflictos de escala potencialmente planetaria. En el gran continente euroasiático, donde se concentran más de un tercio de la superficie terrestre y casi tres cuartas partes de la población de todo el planeta, solieron asentarse las civilizaciones más antiguas y se han producido los conflictos más devastadores.
Nuestra región, en cambio, se encuentra significativamente apartada de ese denso y conflictivo eje geopolítico euroasiático. Su lejanía geográfica del resto del mundo, así como una trayectoria histórica y cultural en donde las diferencias se dirimen en medio de lenguas y valores comunes, la han alejado de los conflictos internacionales más violentos y pertinaces de nuestro tiempo.
Un continente sin guerras
Solo en contadas ocasiones los Estados latinoamericanos han acometido acciones bélicas contra potencias extrarregionales. Si bien nuestros países registran elevados niveles de conflictividad, esta suele revestir un carácter casi enteramente intraestatal o a lo sumo regional; de ahí que no se los perciba como una amenaza en otros continentes. América Latina siempre ha recibido grandes flujos migratorios (voluntarios o forzados) provenientes de otras latitudes. Y su inserción dentro de lo que Immanuel Wallerstein llamaría el sistema-mundo ha estado marcada por su carácter fundamentalmente exportador de materias primas.
Ante los grandes conflictos mundiales, nuestros países suelen alejarse de todo protagonismo y asumir posiciones de relativa neutralidad, abogando por la paz, acogiendo migrantes y reforzando el rol de surtidor de commodities.

Estas tendencias se siguen verificando hoy en día, ante la coyuntura desatada por la agresión rusa a Ucrania. La guerra que de momento solo se libra en territorio ucraniano tiene ya, no obstante, profundas consecuencias en el plano internacional. Al no constituir Ucrania un miembro formal de la OTAN, la alianza atlántica no está obligada a involucrarse directamente en la guerra, una eventualidad que más bien, de concretarse, escalaría brutalmente el conflicto hasta convertirlo en un conflicto de potencial carácter nuclear. De ahí que la ayuda recibida de Occidente por los ucranianos se haya concentrado en el envío de armamento defensivo y ofensivo, así como sobre todo en el formidable paquete de sanciones promulgado por Washington y los gobiernos europeos.
También los costos se disparan
En este sentido, no deja de sorprender la reacción de un Occidente que antes de la guerra lucía «dormido», y sobre todo de una Unión Europea que lucía enfrascada en temas identitarios mientras brindaba cada vez menos atención a su propia seguridad. Europa se ha unido para sancionar al régimen de Putin, incluso al costo de reducir progresivamente sus importaciones de petróleo y gas natural desde Rusia.
El costo económico de tales medidas no ha tardado en dejarse notar: el precio de la luz, el gas y la gasolina en todo Occidente se ha disparado notablemente, tal como lo ha hecho también el precio del petróleo. Lo mismo viene sucediendo con los precios de cereales como el trigo y el maíz —de los cuales Ucrania es un gran productor mundial—, y de otras materias primas. Por su parte, Rusia se prepara para un aislamiento que apunta al largo plazo, y para ello opta por echarse económicamente en brazos de China, cuyo gobierno no le exigirá credenciales democráticas.
Semejante panorama sobreviene justo en la recta final de la pandemia de covid-19, cuando más necesario se hace retomar el crecimiento económico. Para afrontar los estragos del coronavirus, múltiples gobiernos optaron por liberar el gasto durante los últimos dos años y aceptaron el costo de una creciente inflación, que ya supera el 6 % en los Estados Unidos y el 5 % en Europa. Lejos de poder controlarla en el corto plazo, tanto la Reserva Federal como el Banco Central Europeo han anunciado ya que la inflación se mantendrá, mientras rebajan sus expectativas de crecimiento. Y si bien el PIB de Rusia apenas supera el de España y no alcanza al de Italia, la suspensión del comercio con dicho país —y con Ucrania, dadas las condiciones que impone la guerra— obligan a Occidente a mirar hacia otras zonas del planeta para surtirse de materias primas.
El potencial exportador de la región
De este modo, y al igual que ocurrió durante las dos grandes guerras mundiales del siglo XX, el potencial exportador de América Latina pudiera ver incrementado su atractivo. Desde un punto de vista netamente económico, esto puede representar tanto una gran oportunidad como la fuente de importantes problemas a mediano y largo plazo para nuestra región, dependiendo de cómo sea gestionada esta coyuntura por sus gobiernos. Dado que el mercado energético es el principal afectado por las sanciones de Occidente a Rusia, el alto precio de los combustibles posiblemente eleve los ingresos de países como México, Colombia y Ecuador en rubros como los de la exportación de petróleo y gas natural, que representan una parte importante de sus PIB.
En el caso de Venezuela, aunque alberga las mayores reservas petroleras probadas del planeta, el impacto podría ser menor de lo que en un principio cabría esperar, debido al estado deplorable de su industria petrolera, al inestable estatus de sus asociaciones estratégicas con concesionarias extranjeras, a las sanciones foráneas y al hecho de que buena parte del petróleo venezolano ha sido vendido a futuro a China. No obstante, la reciente aproximación de la administración Biden, que ofrece levantar algunas de las sanciones impuestas al régimen de Nicolás Maduro y que contaría con el apoyo de compañías como Chevron —única estadounidense actualmente operando en Venezuela—, ENI o Repsol, demuestra que varios gobiernos acarician la idea.

El petróleo venezolano
Pero, así como Estados Unidos se encuentra ahora con que China ha comprado mucho petróleo venezolano, algo similar ocurre con otras materias primas. La gran nación asiática se ha ido consolidando como el principal socio comercial de buena parte de los países de América Latina, con particular interés en el control de productos como la soja argentina, los caladeros de pesca en Chile y Perú, el cobre chileno, etc. En cuanto una gran guerra convencional ha vuelto a tener lugar en la escena internacional, el retorno de la Realpolitik parece encontrar a los chinos mejor preparados para afrontar las consecuencias. Esto quizás augure un ciclo prolongado de altos precios de los commodities y una competencia global que pudiera reportar elevados ingresos a nuestra región.
No obstante, cabe preguntarse si estamos preparados para que un ciclo como este nos ayude, esta vez sí, a propulsar el desarrollo. La tentación de aprovechar los altos precios para incrementar el gasto, el consumo y el volumen del Estado ha sido una constante histórica difícil de superar para América Latina. Al final, el costo de incurrir en dicha tentación ha solido ser una súbita merma del poder adquisitivo, así como el repunte de la pobreza y de la protesta social. Así sucedió en la segunda década del siglo XXI tras la bonanza pasajera de la primera. Hoy, además, venimos de la recesión que ocasionó el covid-19 y afrontamos una elevada inflación. El tiempo dirá si nuestra región, que ahora mismo gira hacia gobiernos de izquierda y centroizquierda, manejará adecuadamente esta situación.
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