La inesperada diplomacia dura de Biden contra el régimen cubano

La inesperada diplomacia dura de Biden contra el régimen cubano

Las protestas en Cuba desafían al presidente Biden. ¿Podrá permanecer en una actitud firme y alentar los cambios necesarios?

Por: Gabriel Pastor29 Jul, 2021
Lectura: 8 min.
La inesperada diplomacia dura de Biden contra el régimen cubano
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Artículo original en español. Traducción realizada por inteligencia artificial.

Las inéditas protestas en Cuba en casi 30 años, ocurridas el pasado 11 de julio, obligaron al presidente de Estados Unidos, Joe Biden, a revisar una actitud diplomática más bien de indiferencia en relación con la tercera dictadura comunista más antigua del mundo, después de China y de Corea del Norte.

Luego de despertar la ira en las calles, que desde San Antonio de los Baños se extendió como pólvora en más de 40 ciudades de la mayor isla del Caribe, la Administración demócrata intervino no solo apoyando a los manifestantes, sino tomando medidas en contra del régimen que preside Miguel Díaz-Canel, el sucesor elegido por Raúl Castro, el máximo referente vivo de la generación originaria del movimiento revolucionario cubano.

Al otro día de estallar la cólera popular, Biden dijo que los cubanos están reclamando libertad después de «décadas de represión y sufrimiento económico», por el «régimen autoritario de Cuba».

Sus encendidas palabras llamaron la atención por un tono crítico que es más habitual del discurso sin fisuras del Partido Republicano. Ni que decir de su advertencia al gobierno cubano por «los intentos de silenciar la voz del pueblo».

Casi en paralelo, el gobierno demócrata anunció la posibilidad de que se vuelva a autorizar el envío de remesas de Estados Unidos a Cuba y de aumentar el personal de su embajada en La Habana, dos medidas a estudio que no satisfacen a los sectores más radicales de la isla, particularmente al núcleo más duro de cubanoamericanos, que son partidarios de más torniquetes que compriman al régimen.

Al mismo tiempo, la Casa Blanca analiza alternativas tecnológicas, junto con el sector privado y la sociedad civil organizada, para ayudar a los cubanos a acceder a internet, la que funciona al ritmo de la censura oficial.

Lo que no es una evaluación sino una medida concreta es la inclusión en la lista negra de la Oficina de Control de Activos Extranjeros (OFAC) del Tesoro, del ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba, Álvaro López Miera, y de la Brigada Especial Nacional del Ministerio del Interior cubano, con prohibición de acceso al sistema financiero estadounidense.

La decisión obedece a «la represión de protestas pacíficas y prodemocracia en Cuba», y se ampara en la Ley Magnitsky, de 2012, que permite a Estados Unidos sancionar a ciudadanos extranjeros o personas jurídicas que hayan cometido abusos de los derechos humanos o actos de corrupción en sus países.

Es una acción más bien simbólica, pero supone un claro mensaje de reprobación. Y mucho más cuando se advierte de que «es solo el comienzo», pues el gobierno estadounidense «seguirá sancionando a los responsables de la opresión del pueblo cubano», advirtió el propio Biden.

La visibilidad del malestar social en la isla marcó un mojón en la diplomacia demócrata hacia Cuba: cerró una etapa breve de silencio y análisis de la situación a otra de críticas, advertencias y medidas de presión, que empiezan a emerger a seis meses de Biden en la Casa Blanca.

En un principio, entre quienes seguimos de cerca la política exterior de Washington, llamó la atención de que el presidente se demorara tanto en revisar las medidas severas de su antecesor Donald Trump contra el régimen cubano, pues las había cuestionado vehementemente en la campaña electoral, comprometiéndose a desmontarlas y retomar el camino del deshielo trazado por el mandatario Barack Obama cuando él fungía de vicepresidente.

Cuba no figuraba en las preocupaciones internacionales de Biden, pese a embarcarse tempranamente en un choque global entre democracia y autocracia, que ubicó como blancos a China y a Rusia, y donde bien podría haber un lugar para un régimen autoritario de más de 60 años.

Hasta la semana de las movilizaciones callejeras, el gobierno demócrata no había hecho referencia alguna a la Cuba que viola los derechos humanos, coarta la libertad de expresión y de pensamiento e impide hasta con cárcel el legítimo ejercicio político opositor. Y todo ello en un contexto de máxima tensión por un cuadro de penuria económica y una crisis multidimensional por el avance del covid-19.

Si no hubiera estallado la protesta social, es muy probable que la política de mano dura de Trump hubiese continuado stricto sensu por lo menos un tiempo más.

La Casa Blanca tiene todas sus energías puestas en una agenda interna compleja —falta de acuerdos bipartidista, lucha contra el coronavirus ante la fuerte irrupción de la variante delta y desaceleración de la vacunación— y en una hoja de ruta internacional dominada por la rivalidad con China, los enfrentamientos con Rusia, el plan de retirada de las tropas estadounidenses de Afganistán y los conflictos en Oriente Medio.

La reacción lenta de Biden frente a Cuba tiene más de una explicación; no parece ser la cautela de un gobernante despreocupado de lo que ocurre a 367 kilómetros de su país, sino la de un líder atento a las consecuencias que podrían provocar tres desafíos diferentes pero que coinciden en el potencial de perjudicar su gestión.

Un punto de vista influyente es que la realidad política de los países, aun sin libertad, no permanece estática y, en ese sentido, hoy el ambiente de la isla no es el mismo que el de fines de 2014 cuando Obama puso en marcha su política de deshielo con la isla, entonces en manos de Raúl Castro.

Al poco tiempo de asumir Biden, el colombiano Juan Sebastián González, subsecretario de Estado adjunto para Asuntos del Hemisferio Occidental, responsable diplomático de las políticas de Estados Unidos en Centroamérica y el Caribe, explicó justamente que las diferencias de época hacían inviable retomar en toda su dimensión el enfoque de apertura de Obama.

«El momento político ha cambiado de forma importante, se ha cerrado mucho el espacio político, porque el gobierno cubano no ha respondido de ninguna forma, y de hecho la opresión en contra de los cubanos es peor aún hoy de lo que tal vez fue durante la administración (de George W.) Bush (2001-2009)», afirmó González en una entrevista de la cadena CNN en Español el pasado 11 de abril. A ello agregó como un argumento de peso el «desorden» heredado de la Administración Trump.

Un declive iliberal que se refuerza con la represión del régimen a los manifestantes del 11 de julio. Desde la sociedad civil y medios independientes se denuncian más de 400 detenidos hasta el pasado 20 de julio.

En un escrito presentado por Human Rights Watch en el Subcomité de Relaciones Exteriores de la Cámara de Representantes sobre el Hemisferio Occidental, Seguridad Civil, Migración y Política Económica Internacional, se habla de «golpizas policiales» y de «múltiples casos de detención arbitraria de manifestantes, activistas y periodistas, incluidos muchos que han estado recluidos en régimen de incomunicación y algunos cuyo paradero sigue sin conocerse».

Sin ninguna duda, el contexto represivo no es un ambiente propicio para una mano tendida como la de Obama que, por otra parte, nunca tuvo una contrapartida cubana. En esencia, gobierno cubano siguió adelante con su modus operandi autoritario.

El liderazgo de Díaz-Canel y algunas reformas legales abrieron una hendija, pero no lo suficiente para que el aire fresco aliviara el ambiente asfixiante de una dictadura sin más.

Otro aspecto influyente ha sido la interna del Partido Demócrata, donde las aguas están divididas sobre la diplomacia más apropiada con Cuba.

Por un lado, los referentes del ala de la izquierda como la representante Alexandria Ocasio-Cortez, están a favor no solo del deshielo, sino de terminar con el embargo económico. La figura influyente del senador Bernie Sanders, precandidato presidencial demócrata, por ilustrar con otro ejemplo, tiene una visión más condescendiente con la gestión comunista.

Pero hay un grupo de dirigentes más confrontativos, también con peso propio, en el que resalta el senador Bob Menéndez, presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, a quien Biden escucha. Este hijo de inmigrantes cubanos es partidario de medidas en contra del régimen y de apoyo al movimiento disidente.

La reacción de choque de Biden es una prueba de la incidencia de Menéndez en la estrategia diplomática en la actual crisis cubana. Quizás por ello, ni se menciona en estos días la posibilidad de eliminar a Cuba de la lista de países patrocinadores del terrorismo, derogado por Obama y retomado por Trump.

La tensión demócrata, que obliga a Biden a ser muy cuidadoso de los equilibrios internos, tiene implicaciones electorales que no se pueden despreciar, y plantean otra perspectiva para entender la estrategia de la Casa Blanca.

El discurso radical de Trump contra el régimen fundado por Fidel Castro le permitió ganar las elecciones en Florida en 2020, contra un Biden más partidario del deshielo de Obama. Los votos de los cubanoamericanos del sur del estado fueron decisivos para la victoria republicana.

De cara a las elecciones de medio tiempo, en noviembre de 2022, la disputa electoral en Florida será crucial, un estado de dominio republicano absoluto en el Senado y mayoritario en la Cámara de Representantes.

El ambiente convulso de Cuba y un régimen que solo abre más heridas parecen conformar un escenario apropiado para que Biden pueda desmarcarse sin culpas de la diplomacia blanda de Obama y proyectar una estrategia de choque que, al mismo tiempo, aliente con ahínco los vientos de cambio y no vuelvan a morir en la orilla.

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Gabriel Pastor

Gabriel Pastor

Miembro del Consejo de Redacción de Diálogo Político. Investigador y analista en el think tank CERES. Profesor de periodismo en la Universidad de Montevideo.

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