El viejo edificio de ladrillos se encontraba en llamas. Tras días de disturbios, desde la empinada calle 13 se veían columnas de oscuro humo a lo lejos. El centro de la capital — calle catorce, avenida H— parecía una zona de guerra. La ciudad, escenario de tensiones políticas atestiguadas por sus solemnes monumentos, ofrecía la imagen inquietante de patrullas militares en las esquinas. Un testigo recordaba: “Estaba afuera, jugando en el patio de mi casa, y vi un jeep militar patrullando, con dos soldados y una ametralladora montada”.
La escena es de Washington, Distrito de Columbia, en abril de 1968, luego del asesinato del reverendo Martin Luther King Jr. La violencia sobrepasó a la policía local y motivó una respuesta federal masiva, en la que el presidente Lyndon B. Johnson, demócrata, desplegó a miles de efectivos militares sobre la ciudad.
Casi seis décadas después, el 11 de agosto de 2025, la Casa Blanca volvió a invocar la excepcionalidad. La orden ejecutiva 14333 declaró una “emergencia criminal” en D.C. y dispuso la federalización temporal de la policía metropolitana por treinta días. La administración argumentó que la medida buscaba restablecer la seguridad en espacios federales, contener la violencia y proteger a trabajadores y residentes. Legalmente, la intervención se apoya en una interpretación ejecutivista de la ley que regula la autonomía del Distrito. Permite la federalización en situaciones de emergencia por un período limitado.
El presidente, Donald Trump, declaró que rescataría a la capital del “derramamiento de sangre, el caos y la porquería”, describiendo a la ciudad como tomada por “pandillas violentas y criminales sanguinarios, turbas de jóvenes errantes salvajes, maníacos drogados y personas sin hogar”. Dispuso así la autoridad de la policía distrital bajo mandato federal. El Administrador de la Agencia Antidrogas, Terry Cole, recibió autoridad operativa sobre la policía metropolitana. Ordenó el despliegue de centenares de efectivos de la Guardia Nacional provenientes de D.C. (bajo mandato directo del Presidente), Virginia Occidental, Carolina del Sur, Ohio, Luisiana, Mississippi y Tennessee, junto con cientos de agentes federales de distintas agencias para “hacer que Washington sea seguro de nuevo”: proteger edificios y monumentos federales, asegurar el sosiego de los empleados federales, realizar operativos contra pandillas y promover la reubicación de indigentes a refugios fuera de la ciudad.

¿Es una orden legítima?
La medida aparece como legal dentro de las capacidades de interpretación del Ejecutivo y la normativa vigente. El Distrito de Columbia ocupa un lugar singular en la Constitución y en la práctica institucional estadounidense. No es un estado, su gobierno local existe por delegación del Congreso y su autonomía está sujeta a estrechos límites. La ley que regula esa autonomía contiene mecanismos de intervención federal en emergencias. De hecho, fueron aplicados en otros episodios de la historia. Si bien su activación no requiere más que un criterio discrecional del Ejecutivo, una eventual extensión requeriría justificaciones sobre proporcionalidad, duración y supervisión.
Si bien existe una dinámica global de militarización y expansión de las capacidades coercitivas de los cuerpos de seguridad pública —razón por la cual la orden ejecutiva fue bien recibida entre sindicatos policiales—, en términos puramente operativos caben dudas sobre si estas fuerzas son idóneas para esta función. La militarización del espacio urbano puede generar desgaste de la confianza ciudadana y en la relación entre residentes y autoridades. Además, las soluciones temporales que pueden tener resultados espectaculares no siempre logran dar con las causas estructurales de la delincuencia.
Pero lo que hace de esto una noticia de comentario global es el significado político simbólico. La capital nacional es una vitrina institucional y, a la vez, un conjunto de barrios con problemas sociales muy serios. Intervenir allí tiene un alto valor simbólico y electoral. Su impacto real sobre la seguridad debe evaluarse frente a ese valor performativo, anclada en una visión política particular. Es necesario recordar que los despliegues federales en la capital no son inéditos en la historia estadounidense. Han existido precedentes en contextos de grave conflictividad interna y en amenazas extraordinarias.
La diferencia actual es la marcada división del escenario político. La administración defiende un discurso de mano dura y la oposición denuncia autoritarismo. Esto hace que cada intervención adquiera una dimensión más profunda y frágil en términos de legitimidad y reconocimiento mutuos.
Percepción polarizada
Lo irónico es que este episodio revierte la postura sobre el federalismo que caracterizaba a los demócratas y republicanos en las últimas décadas. Políticamente, la decisión provocó reacciones divididas: el presidente de la Cámara, Mike Johnson, y otros dirigentes republicanos respaldaron la acción como un ejercicio decidido del poder federal para enfrentar el crimen. Líderes demócratas, como el senador Chuck Schumer y la alcaldesa Muriel Bowser, denunciaron la medida como un atentado contra la autonomía local, e incluso una manifestación autoritaria. El fiscal general del Distrito de Columbia, Brian Schwalb, anunció acciones legales para cuestionar la constitucionalidad y la necesidad de la intervención.
Esta polarización ideológica explica por qué la medida se percibe de manera tan dispar. Para perfiles conservadores, la acción equivale a la firmeza que demandan frente a la inseguridad urbana, recordando los disturbios contra las policías de tiempos recientes en contexto de injustificados disturbios woke. Para voces liberales o progresistas, representa una intromisión excesiva del Ejecutivo y un riesgo de excesos que desestiman problemas sociales y étnicos históricos, calificados como segregación y discriminación institucional.
Ambas percepciones contienen evidencias y argumentos poderosos. Cuando comunidades padecen violencia, la indiferencia institucional genera desconfianza y temor. Cuando el poder central actúa sin consenso, la polarización puede ahondarse.

Más allá de Washington
Otro elemento del debate es la tensión histórica entre capital y el país profundo. Se crítica a Washington como “pantano” y existe una percepción más amplia de las ciudades costeras como desconectadas de la “América profunda”, con élites indolentes que son cómplices de cohecho y pandillas locales o están subyugadas ideológicamente a ser indulgentes contra vicios sociales. Esto forma parte de una narrativa política de larga data, que se vinculan a la peculiar tradición populista americana: restaurar un orden perdido frente a los supuestos excesos cosmopolitas. No olvidemos que, aunque Trump sea un personaje urbano, su fama original se dio en la Nueva York violenta de los 70 y 80, siendo consistentes sus críticas a los guetos y la miseria urbana como indecorosa.
Y esto tiene un fundamento, siempre controversial: Washington sí es una ciudad violenta en el promedio de las capitales globales, y en los promedios generales del país. Si bien la criminalidad actual es relativamente baja en contraste con las últimas décadas del siglo pasado, no es una ciudad perfectamente segura. La criminalidad es un temor genuino de su población, al punto que medidas de toque de queda para menores ya existían por parte de las autoridades locales. Es la sexta ciudad norteamericana en número de homicidios por habitantes, y en años recientes hubo un pico en robos de vehículos y los asaltos. Defender el avance relativo puede mostrar a los críticos de la medida como indiferentes a un tema sensible, y este ha sido un fuerte del partido Republicano frente al Demócrata por décadas.
¿Es una buena medida?
A corto plazo, cabría esperar que una mayor presencia federal pueda reducir incidentes de criminalidad. A mediano y largo plazo, el gesto puede generar un precedente de aplicación a otras ciudades, o una muestra de que se normalicen situaciones extraordinarias.
Se sabe que el trabajo policial depende de políticas integradas. Pero, más allá de la eficacia, persiste un dilema institucional: si bien la Presidencia norteamericana tiene enormes competencias, la tenacidad de la división norteamericana dificulta una evaluación transparente y una objetiva rendición de cuentas. Cualquier eventual juicio sobre la eficacia o legitimidad de la medida para disminuir índices dependería de criterios que el sistema actual, en su polarización política, no parece ser capaz de elaborar con consenso y sobriedad.
El despliegue en Washington presenta un reto: ir más allá de la demostración pública de fuerza para atender el problema real de seguridad y mantenerse dentro del marco democrático de legitimidad de la acción estatal. En circunstancias normales, ambos objetivos son compatibles. Pero su conjunción exige prudencia institucional y políticas públicas orientadas a los efectos y a las causas estructurales del delito. La hermosa y sobrecogedora capital norteamericana vuelve a ser el lugar donde se mide la fuerza del Estado y la salud de su ejemplo como primera ciudad democrática contemporánea.