El conservadurismo latinoamericano es una tradición que reúne figuras dispares: el sabio polímata universal Andrés Bello y el rigorista ecuatoriano Gabriel García Moreno; el constructor de instituciones neogranadino Miguel Antonio Caro y el pragmático chileno Diego Portales.
Pretender que un solo rótulo abarque a conservadores y liberales clásicos, republicanos y radicales, nacionalistas, integristas, democristianos, desarrollistas, neoliberales y libertarios, y así a todos los que han tenido distancia del voluntarismo revolucionario se presenta como un ejercicio de pedantería anacrónica. Sin embargo, existe un hilo conductor.

Los tres pilares
No se trata de una ideología monolítica, sino de una actitud esencial. Esta actitud descansa en lo que a nuestro juicio son tres pilares esenciales. El primero, el escepticismo contra los «Grandes Designios». Un conservador desconfía de los esquemas teóricos omniabarcantes, que pretenden simplificar la complejidad evidente de la vida humana. Es una postura que prefiere lo fehacientemente establecido y probado como eficaz antes que la ensoñación utópica. El cambio se admite, sí, pero como una reforma necesaria para solventar una inconveniencia, no como una revolución defendida por sí misma.
El segundo pilar es el respeto por la tradición. Ser conservador es ser un realista cultural, constatar que la sociedad es un conjunto de arreglos, alcanzados no por un diseño externo, sino por la acumulación tácita e implícita de la experiencia humana en decisiones espontáneas y no predeterminadas. Se respeta a la tradición, sea esta religiosa, social o cultural, no porque es mejor —siempre puede tener límites— sino porque no sabemos con certeza cómo llegó a ser establecida. No es, pues, un esquema que intente amoldar bruscamente lo que es inherentemente inabarcable de la vida a un esquema prefijado.
Por último, el conservador rechaza lo que Eric Voegelin denominó las religiones gnósticas. O sea, aquellos proyectos que prometen la perfección terrenal a través de un conocimiento único, y que son el verdadero azote de la humanidad, ya sean de la izquierda revolucionaria como de la derecha revanchista, ambas similares en su vocación de imposición y su desdén por el consenso. En suma, el conservador prefiere modificaciones incrementales, insensiblemente alcanzadas por las manifestaciones espontáneas de la comunidad, antes que las ensoñaciones de los fanáticos.
La tradición conservadora ha estado vinculada a nociones que, en su momento, pudieron ser revolucionarias contra el statu quo: la evangelización Católica, la centralización absolutista, el gobierno censitario, las pulsiones de mercado. Esto hace que el conservadurismo sea frecuentemente acusado de inconsistente y tenido por refractario. Pero esta aparente inconsistencia ve solo lo superficial y no lo subyacente: su profundo realismo y flexibilidad histórica.
¿Qué conservar en América Latina?
América Latina es el continente de las Constituyentes republicanas y de la aplicación más frecuente —e inconsistente— de los ideales de la Ilustración, frecuentemente desplegada en un radicalismo que termina restableciendo una estructura de dominación, ya por los viejos caudillos o los nuevos populistas. ¿Qué prefiere el conservador ante esto? El conservador acogerá al reformista social casi siempre por encima del dictador, sea este revolucionario o reaccionario. No por una equidistancia centrista; es el reconocimiento de que la actitud reformista es esencialmente conciliadora. Por tanto, conservadora de lo que vale la pena, aunque busque mejorarlo. El orden se mantiene mejor a través de la corrección gradual y la libertad ejercida discretamente que a través del intento de aniquilación y refundación.
¿Qué tiene América Latina digno de conservar positivamente en medio de sus contradicciones? La respuesta es el alma misma de nuestro subcontinente. La primera evidencia de eso es el tenaz compromiso de la región con el imperfecto ideal del pluralismo consensual. Pese a nuestra convulsa historia republicana original, América Latina es, desde hace décadas, una de las zonas de desarrollo democrático restaurado y relativamente estable fuera de Europa occidental y Norteamérica. La región goza de un creciente Índice de Desarrollo Humano.
Este compromiso con el pluralismo no es patrimonio exclusivo del tolerante liberal, sino más bien el tesoro del modesto conservador. El fruto de la desconfianza aprendida hacia el poder concentrado y la glorificación del líder único ha decantado en algunas de las más duraderas y exitosas transiciones a la democracia, pese a la mancha que las tercas dictaduras aún dejan en la región. La democracia latinoamericana no es hija del frenesí, sino del reconocimiento de arreglos subóptimos y del consenso sobre la perfección idealizada del genio o los peores instintos del caudillo.
Otro acervo es la aspiración de continuidad, anclada en un elevado sentido de familia y comunidad. El latinoamericano suele vivir en contacto cercano con su familia extendida, mostrando amoroso respeto a sus ancestros y atado a una urdimbre social que se proyecta más allá del individualismo atomizado. Esto se refleja en la vitalidad de las comunidades migrantes latinoamericanas y sus nexos con la patria chica, que exportan costumbres de apoyo mutuo, a veces para desconcierto de las sociedades receptoras donde el individualismo y la autonomía son norma. Por ejemplo, en países con alta migración, la red familiar latinoamericana a menudo suple las deficiencias de los sistemas de seguridad social, manteniendo una cohesión formal que un Estado moderno no siempre puede replicar.
Religión y biodiversidad
En la región también hay una intensa búsqueda espiritual y un respetuoso sincretismo. Siendo parte de Occidente, somos la región de este bloque cultural donde la práctica religiosa es más activa. Sumado a ello una importante tolerancia religiosa, que se refleja en una historia de intercambios pacíficos entre comunidades religiosas difícil de ver en otras partes del mundo, el latinoamericano promedio constata que fuera de la razón humana existen intentos sobrecogedores para explicar nuestro rol en el cosmos, reflejados en una miríada de expresiones religiosas. A su vez, el sincretismo cultural —resultado imperfecto del forzoso mestizaje— es un activo. Es la prueba de que los arreglos históricos son más ricos y resistentes que cualquier materialismo consumista o comunista.
Y, finalmente, la invaluable riqueza en biodiversidad de la región. A pesar del uso de los recursos naturales en la aspiración del progreso, se han mantenido, en parte, por la relativa imperfección del desarrollo capitalista. Debe defenderse conservadoramente el hecho de que las prácticas menos rapaces, ahora ayudadas por la ciencia y la tecnología, puedan servir para mantener este tesoro universal.
Como admitió Simón Bolívar —el prototipo de revolucionario devenido estadista—, el latinoamericano es un «nuevo género humano». Parte de Occidente sin ser plenamente modernos, con un hilo que recorre dos océanos y se proyecta al mundo.
¿Soluciones conservadoras?
Muchos podrán pensar: ¿cuál debe ser la política fiscal conservadora?, ¿qué debe pensarse ante el auge del mundo multipolar?, ¿qué hay de tal o cual idea religiosa?, ¿cómo deben atenderse las demandas sociales? Y la respuesta, inconforme, será casi siempre: depende.
No existe un arreglo predeterminado de las relaciones entre Estado y sociedad, más allá de reconocer en general la superioridad de esta última como fuente difusa de la soberanía y de imperfectas respuestas. La clave conservadora es la actitud general como tamiz ante cada tema. Rechazo a la innovación indiferente a la realidad. Desdén a la legitimidad separada de la voluntad social acumulada. Respeto a la dedicada armonía de generaciones. Prudencia ante lo irreversible. Y eso lleva incluso a la definición de una agenda de «problemas»: no hay nunca soluciones sencillas y toda decisión presenta un coste de oportunidad. No se trata de no decidir, sino de saber sopesar las consecuencias sobre los fenómenos sociales, tecnológicos, económicos, ambientales, culturales y políticos.
Ante la inteligencia artificial, el conservador baja la mirada a la tierra y se pregunta: ¿qué le hace una adopción acrítica a nuestra vasta economía informal, que es el sustento real —y precario— de millones de familias? ¿Importamos una nueva dependencia, algorítmica, cuyos centros de datos consumirán el agua y energía, recursos básicos que aún faltan en demasiados hogares de la región? No se trata de ludismo reaccionario, sino de soberanía y sensatez. El «depende» aquí: abrazar la tecnología, sí, pero subordinada a las necesidades concretas de nuestras comunidades.
El sensato
El conservador mantiene un sano escepticismo ante la vocación de poder incuestionado, sin importar su ropaje ideológico. Es el respeto a lo que ha sido por las múltiples intervenciones de la plena naturaleza humana y las contribuciones espontáneas de personas de carne y hueso. Esto no fija líneas inmóviles ante los diversos temas que la sociedad traiga a discusión, sino que presenta una actitud sobria ante su emplazamiento.
El conservadurismo en América Latina es la virtud inconformista de aquel que se niega a ser arrastrado por el último furor ideológico, el que valora la sagacidad incremental y compleja, y que no se desboca ante la promesa vacía del paraíso instantáneo. Es la defensa de la complejidad y la humanidad contra la simplificación y el dogma.
Se trata, en esencia, de saber llevar la contraria.

