La democracia ya no vibra en sus teléfonos. No aparece en su feed, no emociona, no se comparte. Para muchos jóvenes, se ha convertido en una notificación silenciada, un mensaje sin respuesta, una aplicación antigua que nadie actualiza. Mientras el Congreso debate reformas que pocos entienden y los partidos discuten en clave del siglo pasado, millones de jóvenes deslizan el dedo sobre sus pantallas. Así, ignoran lo que ocurre en las instituciones que deciden su futuro. ¿Por qué? Porque la democracia, para ellos, no tiene likes, no tiene ritmo, no tiene sentido.
La desconexión entre juventud y política no es un síntoma pasajero. Es el signo más alarmante de una crisis profunda que amenaza con vaciar de contenido los sistemas democráticos. No es intuición generacional: lo confirman los datos.
Indicadores inquietantes
Un reciente estudio de YouGov para la Fundación Tui, realizado en siete países europeos con una muestra de más de 6.700 jóvenes entre 16 y 26 años, reveló un hallazgo inquietante: uno de cada cinco jóvenes europeos cree que, en determinadas circunstancias, una forma de gobierno autoritaria puede ser preferible a una democrática. En países como Italia, Francia, España y Polonia, ese porcentaje se eleva hasta el 23% o más. Peor aún, en Polonia —país marcado por su historia reciente de totalitarismo—, menos del 50% de los encuestados dijo que prefería la democracia como forma de gobierno.
El malestar no se detiene ahí. En cuanto a la satisfacción con el funcionamiento del sistema democrático, el 65% de los jóvenes griegos dijo sentirse profundamente insatisfecho. En Italia, la cifra fue del 41%; mientras en España y Francia rondó el 35%. Por su parte, Alemania registró un 27%. Ante la pregunta, en qué medida se sienten los jóvenes europeos representados por sus parlamentos, casi 4 de cada 10 respondió que poco o nada representado.
En América Latina la tendencia no es distinta y el divorcio de la juventud con la política se expresa en el desinterés por las elecciones. En Colombia, donde se eligieron los Consejos de Juventud por primera vez en la historia apenas participaron 10.3% de los convocados. Según datos del Barómetro de las Américas, la participación de los jóvenes entre 18 y 29 años en las elecciones presidenciales del 2022, cuando se eligió a Gustavo Petro y por primera vez la izquierda alcanzó el poder en Colombia, la participación de los jóvenes fue de 51%, quince puntos por debajo de la participación de los mayores de 29 años.
Política anticuada
¿Qué sucede? La respuesta no es simple, pero sí urgente.
El politólogo Pierre Rosanvallon, en su obra La Contrademocracia, sostiene que vivimos una etapa en que las democracias ya no se legitiman solo por el voto, sino también por mecanismos de vigilancia, evaluación, proximidad y responsabilidad. Lo llama un sistema de “legitimidad compleja”, donde las personas no solo quieren elegir, sino también observar, auditar y opinar. Es decir, la democracia ya no es solo un régimen electoral, sino una cultura política que exige respuestas constantes. Y cuando no las hay, aparece el desencanto. En ese contexto, los jóvenes no están rechazando la política en sí, sino el tipo de política que no les deja espacio para actuar, ni para sentirse parte. La política funciona como en el siglo XX, y ellos ya habitan el siglo XXI.
Además, muchos jóvenes perciben que la política no es un terreno abierto, sino un club exclusivo de privilegiados. Un juego cerrado entre élites que se reparten el poder, intercambian favores y se protegen entre sí, sin importar el color del partido. La sensación es que las decisiones no se toman en el Congreso ni en las urnas, sino en reuniones privadas donde se pactan alianzas que garantizan que nada cambie en el fondo. Esta visión alimenta una convicción peligrosa: que la política no es el lugar donde se construyen los sueños colectivos, sino donde se perpetúan los intereses de unos pocos.
Al mismo tiempo, varios jóvenes que deciden dar el paso y participar activamente en política terminan saliendo desencantados. No lo hacen por falta de convicción. Lo hacen porque descubren que, en muchos espacios partidarios, lo que realmente opera no es el mérito, la crítica ni la creatividad, sino el tráfico de influencias y la obediencia. En lugar de recibir aliento para renovar ideas, se les exige disciplina ciega, lealtad a jefaturas y militancia sin matices. Así, incluso dentro del sistema, muchos jóvenes comprueban que no hay espacio para la independencia intelectual, sino para el alineamiento ideológico. Y esa es otra forma —más sutil pero igual de grave— de expulsarlos del proceso democrático.
Actuar para buscar el cambio
Pero si bien la política institucional ha fallado, los jóvenes también deben asumir un desafío propio: vencer la superficialidad. No basta con leer titulares, compartir indignaciones o ironizar en redes sociales. Hoy más que nunca, es urgente pasar del consumo pasivo a la acción crítica; del meme al argumento; de la reacción a la transformación. No desde un discurso rebelde y destructor, sino desde una visión creativa, constructiva y realista de lo que puede y debe cambiar. La democracia necesita una ciudadanía activa, pero también lúcida. Y también necesita una juventud con capacidad de defender la democracia en todos sus espacios.
No es casual que los autoritarismos estén demostrando mayor eficacia para captar la atención y adhesión de parte de la juventud. Lo hacen apelando a una combinación seductora: promesas de orden frente al caos, velocidad frente a la burocracia, seguridad frente a la ambigüedad. En un mundo donde la ansiedad y la desconfianza crecen, los discursos autoritarios ofrecen una narrativa simple, binaria, y emocionalmente potente. Mientras la democracia se explica en matices, el autoritarismo ofrece certezas. Mientras la participación democrática exige tiempo, debate y compromiso, los líderes autoritarios se presentan como “solucionadores” inmediatos. Y ese relato —aunque peligroso— puede resultar altamente atractivo para una generación impaciente por ver cambios concretos. Los dictadores ofrecen llevarlos a una tierra prometida, a un nuevo Macondo donde todo se resuelve sin contradicciones, donde basta con confiar en el líder para que el mundo, de pronto, funcione.
La democracia, como cualquier sistema vivo, necesita interacción, confianza y sentido de pertenencia. Y cuando pierde eso, no se desgasta, se vuelve invisible. Si la política no ofrece espacios reales de participación, si no responde con velocidad y transparencia, si no abre las puertas a nuevas agendas, entonces los jóvenes seguirán de espaldas al sistema.
¿Cómo hacer la democracia sexy?
No se trata de ponerle filtros a la democracia ni de crear campañas vacías en redes sociales. Se trata de repensar cómo reconectar. Cómo hacer para que vuelva a ser deseable. Cómo lograr que los jóvenes no solo voten, sino que quieran formar parte del sistema que los representa. El reto es: ¿cómo hacer la democracia sexy?
La solución pasa por modernizar las formas sin traicionar el fondo: más participación directa, más transparencia institucional, más acceso a la toma de decisiones, más inclusión en los temas que realmente les importan. La política no puede seguir hablándose a sí misma mientras pierde a quienes deberían heredarla.
Una democracia sin likes no es solo una democracia impopular. Es una democracia en pausa. Y si no actuamos ahora, cuando intentemos reiniciarla, puede que ya no tengamos usuarios conectados.
Pero también es cierto que la democracia no se reinventa sola. Los jóvenes no pueden esperar a que se les entregue todo listo. Deben apropiarse del momento, convertir cada ventana política en una puerta abierta y gigantesca, entrar sin pedir permiso y negarse a ser solo espectadores. No se trata de ingenuidad ni de idealismo vacío, sino de una decisión práctica y urgente: no dejarse vencer por la mediocridad, por los gajes del poder, ni por las reuniones entre privilegiados que buscan que nada cambie. Si hay que renovar la democracia, debe hacerse desde dentro, con la fuerza de quienes todavía creen que transformar no es romper, sino construir mejor.