El nuevo acto electoral en Nicaragua no trajo sorpresas. Con gran parte de los opositores presos, el triunfo del matrimonio Ortega es cuestionado dentro y fuera del país. Sin legitimidad, el régimen se aísla y debilita aún más.
Por cuarta vez consecutiva, Daniel Ortega fue declarado ganador de las elecciones presidenciales este domingo 7 de noviembre en Nicaragua. Su esposa Rosario Murillo también fue declarada ganadora de la vicepresidencia, por segunda ocasión. El Consejo Supremo Electoral les atribuyó 75,9 % de votos con el recuento de 93 % de mesas escrutadas y una participación electoral del 65,3 %. Estos resultados supondrían una fiesta cívica, pero han estado señalados de ilegitimidad y falta de credibilidad por la oposición nicaragüense y la comunidad internacional, de manera que, ganando, Ortega en realidad ha sufrido una derrota política. ¿Cómo se explica esta paradoja?
Nicaragua experimenta una profunda crisis sociopolítica desde 2018, cuando emergió una ola de descontento social que ha sido respondida por el Gobierno con una sistemática política de represión que ha dado lugar a graves violaciones de derechos humanos, tales como el asesinato de más de 320 personas, miles de heridos, más de 150.000 exiliados, más de 600 prisioneros políticos en 2018 y alrededor de 150 en la actualidad. Con esta crisis convergen otras dos: la crisis sanitaria por la política gubernamental para enfrentar la pandemia del covid-19 que, en vez de proteger a la población, la ha expuesto a los contagios, los fallecimientos y un bajo nivel de inmunización; y la crisis económica que, combinada con las otras dos, golpea fuertemente a amplios sectores de población con altos índices de pobreza, desempleo, informalidad y encarecimiento de la vida.
En ese complejo escenario, los nicaragüenses identificaron en las elecciones presidenciales una alternativa para cambiar de gobierno y abrir una nueva transición democrática para aliviar la situación del país. Las organizaciones del movimiento social que surgió con las protestas de 2018 y otras fuerzas de la oposición se prepararon para la competencia electoral y para propiciar el cambio, pero esta expectativa chocó con la voluntad de Ortega y Murillo de permanecer en el poder, de manera que, sintiéndose amenazados, decidieron asegurar su victoria con mano dura.
Para lograr su cometido han puesto a funcionar una estrategia de control político utilizando los demás poderes estatales bajo su control. A finales de 2020, la Asamblea Nacional, con mayoría gubernamental, aprobó varias leyes consideradas punitivas que han servido como justificación legal para desatar una vendetta política en contra de candidatos y partidos políticos de la oposición que tenían probabilidades de derrotar a Ortega en las urnas. A siete candidatos, los primeros, los encarceló y les abrió procesos judiciales, mientras que a tres partidos les canceló la personería jurídica para impedirles entrar a la competencia. Desde mayo hasta la fecha, ha apresado y enjuiciado a otras 32 personas, entre las que se cuentan líderes de organizaciones y movimientos sociales, líderes juveniles, periodistas, empresarios, exdiplomáticos, defensores de derechos humanos y exguerrilleros de la época de la Revolución sandinista. También se ha cancelado la personería jurídica de más de 50 organizaciones sin fines de lucro, entre ellas asociaciones médicas. El propósito de esta escalada de violencia fue eliminar cualquier posibilidad de competencia electoral y descabezar a la oposición para evitar protestas ciudadanas.
Además, Ortega ha silenciado las voces críticas amenazando, intimidando y atacando a medios de comunicación y prensa independiente en el país. Muchos de ellos han sido citados a la Fiscalía para amenazarlos con la aplicación de la Ley Especial de Ciberdelitos, entre ellos, el laureado escritor Sergio Ramírez. Varios medios de comunicación han sufrido ataques directos, como el allanamiento y la nueva confiscación a Confidencial y Esta Semana, dirigidos por Carlos Fernando Chamorro, para quien también ordenaron su captura, y el diario La Prensa, cuyo gerente Juan Lorenzo Holmann continúa preso desde el mes de agosto. Analistas políticos y otras fuentes de información también han recibido amenazas e intimidaciones, forzando una nueva ola de exilio de numerosos periodistas, líderes políticos, empresarios privados, defensores de derechos humanos, entre otros.
Para completar el control, en mayo del año en curso se efectuó una reforma de la Ley Electoral que incluyó más restricciones a la participación política; se nombraron nuevos magistrados electorales leales a Ortega, se redujo el período de campaña y se restringió fuertemente la realización de actividades proselitistas. La competencia se redujo a los candidatos oficialistas y cinco partidos con baja credibilidad porque la población los considera colaboracionistas. La campaña electoral adoleció de otras condiciones indispensables para una competencia justa y transparente, entre ellas: un padrón electoral actualizado, observación nacional e internacional, pleno ejercicio de libertades y derechos ciudadanos, y transparencia de los resultados. Ante esta situación, diversas organizaciones de oposición denunciaron la ilegitimidad del proceso y demandaron a la comunidad internacional que no reconociera los resultados.
El 7 de noviembre la prensa reportó poca asistencia de votantes a las mesas electorales desde tempranas horas; la tendencia se mantuvo durante el día y tanto en los medios independientes como en las redes sociales circuló abundante evidencia de la ausencia de votantes, así como la decisión de numerosos empleados públicos que decidieron acudir a las urnas y anular sus votos a pesar de las amenazas que recibieron. Al final de la tarde, simpatizantes gubernamentales intentaron obligar a empleados públicos para que se acercaran a las juntas de votación, pero sus esfuerzos fueron inútiles. Así, a pesar de los datos oficiales, el organismo Urnas Abiertas reportó un porcentaje de abstención promedio del 81 %. Mientras dentro del país la gente se abstuvo de votar, en diferentes ciudades del mundo los nicaragüenses organizaron marchas y actividades en rechazo a las votaciones. Una de las más concurridas se efectuó en Costa Rica y contó con una amplia cobertura de prensa internacional por la decisión de Ortega de cerrarles las puertas.
Desde antes de iniciar la campaña electoral, Ortega ya enfrentaba un amplio rechazo de la comunidad internacional por la sistemática violación de derechos humanos y su negativa a resolver la crisis sociopolítica del país por medios pacíficos y democráticos. La presión internacional se incrementó gradualmente a medida que se acercaba el momento de las votaciones. En julio, el Parlamento Europeo aprobó una resolución fuerte. Más recientemente, el Consejo Político de la OEA emitió dos resoluciones similares y el Congreso de Estados Unidos aprobó la Ley Renacer, que endurece las sanciones contra el gobierno de Ortega. Luego de que el órgano electoral anunció los resultados, numerosos países han declarado su no reconocimiento y la Secretaría General de la OEA circuló un informe previo a la próxima Asamblea Ordinaria, en el que recomienda la anulación de estos resultados y un nuevo proceso electoral con todas las garantías y verdadera competencia.
Aunque Daniel Ortega y Rosario Murillo permanezcan en sus cargos para un próximo periodo, el futuro inmediato no es halagüeño. El descontento social se ha profundizado; la situación económica del país es crítica y necesita una alternativa de solución pronta; su escasa base política sufre de erosión acelerada y su apoyo descansa fundamentalmente en la fuerza y la represión; el aislamiento y rechazo de la comunidad internacional se incrementarán en los próximos meses, así como las medidas de presión económica. Finalmente, el movimiento cívico y las fuerzas de la oposición han dado muestras de recomposición, conformación de nuevos liderazgos y capacidad de acción. La gran paradoja entonces es que, resultando victorioso, Ortega en realidad ha perdido.