Latinoamérica en segundo plano en la agenda de Estados Unidos

Latinoamérica en segundo plano en la agenda de Estados Unidos

La administración Biden ha dejado a la deriva a la región en un momento geopolítico crucial. ¿Se trata de una situación coyuntural o de una nueva estrategia?

Por: Gabriel Pastor23 Feb, 2022
Lectura: 8 min.
Latinoamérica en segundo plano en la agenda de Estados Unidos
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Artículo original en español. Traducción realizada por inteligencia artificial.

La diplomacia de Washington en América Latina es como un programa de computación que opera en segundo plano: es un proceso informático importante pero su ejecución exige menos recursos y es invisible al usuario que está frente a la pantalla.

La Casa Blanca de Joe Biden ha dado un giro a la política exterior dirigida a nuestra región, en comparación con la de su antecesor Donald Trump. Aunque raya en la oscuridad por otras políticas internacionales en primer plano: la crisis geopolítica en Ucrania —urgente hoy—; la rivalidad de guerra fría con China —la más honda y que agudiza el apremiante enfrentamiento de Occidente con la Rusia de Vladimir Putin—; el polvorín y la tensión permanente en Medio Oriente —cuya punta del iceberg en la actualidad pasa por el eventual acuerdo nuclear con Irán—. Incluso ante la preocupación que existe en torno al peligroso arsenal atómico en manos de Kim Jong-un que hace temblar a aliados como Corea del Sur y Japón.

La lupa de Biden

El viraje de Biden en Latinoamérica, que comenzó a caminar por su segundo año, todavía es más visible en gestos de buena voluntad y en discursos de grandes promesas.

Reconociendo que ahora las intenciones de cooperación ocupan el lugar de la verborragia amenazante de Trump, es ostensible la falta de resultados palpables en todos los planos significativos de la praxis diplomática.

Un año y poco más de gobierno, aunque se trate de la primera potencia del mundo, puede ser poco tiempo para una valoración apropiada, y por ello injusto, mucho más aún ante un mundo palidecido y desafiado por la pandemia, sonidos de tambores de guerra y un orden internacional liberal en entredicho.

Empero, a esta altura se esperaba algún resultado a la vista.

La notoria ausencia estadounidense en Latinoamérica ya contiene un mensaje implícito: en Washington, la región no es vista como una amenaza, un poderoso aliciente en política exterior para ponerse en movimiento, como muestra la trágica historia desde mediados del siglo XX hasta la caída del comunismo.

¿Es una buena noticia? Pues no lo es.

Ante la deriva autoritaria

El eje bolivariano está en decadencia o por lo menos ha perdido el protagonismo regional que tuvo en vida de su alma máter, el extinto presidente venezolano Hugo Chávez.

Pero ello no significa que los principales intérpretes del eje del mal latinoamericano de hoy, el trío conformado por Cuba, Venezuela y Nicaragua, hayan perdido capacidad para provocar un enorme daño, tanto en su propia casa —violando sistemáticamente los derechos humanos fundamentales— como fuera de fronteras, una amenaza latente siempre para la geopolítica regional.

Venezuela está en bancarrota, pero con un chavista Nicolás Maduro astuto en estratagemas para sobrevivir en el Palacio Miraflores, con una economía destruida, sin Estado de derecho y sin apoyo en la opinión pública.

El resguardo militar y el miedo social por la acción represiva de equipos parapoliciales de seguridad no son la única explicación para que el régimen esté pudiendo flotar en el océano de la miseria.

A la vez, buena parte de la fortuna chavista no se explica sin incluir el fracaso de las estrategias diplomáticas de Estados Unidos en Caracas, desde la Casa Blanca de Trump hasta el presente —podría ser más correcto incluir al demócrata Barack Obama—, y la contracara de los apoyos efectivos de China, Rusia e Irán.

La amarga realidad venezolana no es una prioridad para la Casa Blanca del demócrata Biden. El discurso políticamente correcto de encontrar una salida mediante una conversación multilateral convive con la táctica de máxima presión de la época de Trump —golpeando donde más duele, con sanciones financieras y en el sensible negocio petrolero—. Pero la atención está en «piloto automático», como califica un reciente análisis de WOLA.

Piloto automático

Es muy pertinente, por cierto, que desde esta organización de investigación y promoción de los derechos humanos en las Américas, con sede en Washington, se reclame una nueva hoja de ruta. Que se pida el nombramiento de un funcionario de alto nivel, consagrado a la crisis venezolana en sus diferentes aristas; una verificación realista de los modos de una negociación en suspenso; una revisión de las sanciones que incluya el reconocimiento de la severa crisis humanitaria; y más compromiso en las investigaciones y denuncias de las graves violaciones a los derechos humanos por el régimen.

No es difícil percatarse de una dinámica similar en piloto automático en relación con la dictadura cubana y la que encabeza Daniel Ortega en Nicaragua.

Cada uno de estos tres regímenes autocráticos ganan impulso en la agenda de Washington en función de las urgencias más inmediatas.

Es una conducta diplomática rápida en comunicados oficiales pero de escasa permanencia en la agenda pública, que se difumina con el transcurso del tiempo.

La política de Biden más dura contra el gobierno cubano, incluso comparándola con la Administración Trump, es visible de un modo reactivo. Declaraciones críticas por los juicios sumarios a participantes de las protestas del 11 al 17 de julio del año pasado, pero que desaparecen cuando Nicaragua pasa a ocupar su lugar ante la muerte de un preso político en situaciones deplorables, como el lamentable fallecimiento reciente de Hugo Torres.

Presidente Joe Biden | Foto: BiksuTong/Shutterstock

La presión migratoria

La represión y crisis económica en estado permanente en la tríada autoritaria, y la descomposición múltiple de otros países de la región, alimentan dos problemas muy graves: el de los propios migrantes ilegales y el de aquellos que diariamente intentan ingresar como sea a Estados Unidos.

Hasta el momento, Biden ha fracasado en su intención de dar una respuesta acogedora y justa a estas dos caras de la crisis migratoria.

Por un lado, fracasó su proyecto de ley, presentado al Congreso al inicio de su mandato, que abría la posibilidad de que 11 millones de indocumentados obtuvieran la ciudadanía.

Por otro lado, sin la deshumanización en el tratamiento a los migrantes del gobierno de Trump, han seguido adelante los controles fronterizos represivos, en coordinación con México, que impiden a los solicitantes de asilo o refugio llegar a territorio estadounidense.

El plan controvertido Quédate en México, por el cual quienes solicitan asilo o refugio en Estados Unidos deben realizar el trámite y esperar el resultado en territorio azteca, es una herencia de Trump que permanece vigente por una decisión judicial. El gobierno demócrata considera que es «ineficaz e inhumano», pero está obligado a ejecutarlo.

En ese contexto es que el año pasado se registró la cifra récord de dos millones de arrestos en la frontera sur.

La permanencia de problemas migratorios criticados por Biden en la campaña electoral es, quizás, la desilusión más significativa desde el punto de vista de América Latina y el Caribe. Una responsabilidad exclusiva de una torcida política interna polarizada y divisiva que el presidente no ha sido capaz de enderezar.

La inestabilidad regional le juega en contra a Biden, pues ejerce presión sobre un fenómeno migratorio que llegó para quedarse y que se desarrolla muy por delante de las políticas públicas.

La fatalidad del Triángulo Norte

Desde la perspectiva de Washington, es justo reconocer que la conducta ímproba en buena parte de la región no ayuda demasiado.

Cuando se termina de acomodar cada pieza del puzle de América Latina, el resultado es el de un mapa tan indisciplinado como adverso a Washington.

El Triángulo Norte (El Salvador, Guatemala y Honduras) es un verdadero polvorín y de un grado de corrupción que los programas de asistencia social nunca cumplen con las expectativas.

Los más de 860 millones de dólares para asistencia al Triángulo Norte para el año fiscal 2022 releva la importancia que tiene para Estados Unidos, pero la corrupción es de tal magnitud que la utilización de estos fondos ahora está atada a procesos de accountability de muy difícil cumplimiento por fallas del Estado de derecho, debilidad institucional y una larga tradición de manejo espurio de fondos públicos.

La extradición del expresidente hondureño Juan Orlando Hernández (2014-2022), el pasado 14 de febrero, acusado de introducir 500 toneladas de cocaína a Estados Unidos desde 2004, es solo el ejemplo más reciente de la política venal en Centroamérica. Una política que genera cortocircuitos en el diálogo diplomático con Washington y perjudica a los programas asistenciales.

También es un hándicap que el gobierno estadounidense no tome debida nota de las consecuencias que tiene su desinterés en ayudar de algún modo a amortiguar el declive de la región, particularmente problemático desde la irrupción de la pandemia.

Biden tiene poca afinidad política con los principales presidentes latinoamericanos, desde Brasil y México, hasta Argentina y Colombia.

Pero en su dilatada trayectoria política, que inició en la Guerra Fría de los primeros años de la década de 1970, ha demostrado una habilidad innata para la diplomacia en muchas de sus acepciones.

Sabe como nadie que «las naciones no tienen amigos ni enemigos permanentes, solo intereses permanentes».

Si no reacciona ante una Latinoamérica olvidada, entonces más presidentes como el brasileño Jair Bolsonaro o el argentino Alberto Fernández posarán sonrientes con Putin en el Kremlin y abrirán aún más las puertas al ambicioso plan expansionista de la China de Xi Jinping.

Gabriel Pastor

Gabriel Pastor

Miembro del Consejo de Redacción de Diálogo Político. Investigador y analista en el think tank CERES. Profesor de periodismo en la Universidad de Montevideo.

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