Cada vez que se juega una Copa América, más todavía en un mundial de fútbol, los fenómenos sociales que acontecen y la transformación de las conductas de sociedades enteras llaman poderosamente la atención. Analizarlo es complejo. Es como meterse con la religión oficial de millones de seres humanos. Las discusiones sobre el tema son más emocionales que racionales y despierta pasiones que ya no despiertan ni la religión ni la política. El fútbol se ha convertido progresivamente en un sucedáneo de las religiones. Tiene sus propios mitos, ritos, dioses y templos que congregan multitudes enardecidas que entran en un ciclo litúrgico festivo que suspende la vida ordinaria trasladándolos a un mundo paralelo.
En los tiempos sagrados de competencia futbolística aparecen símbolos patrios como en ninguna fecha conmemorativa de la historia de un país. Los conflictos internos de cualquier país desaparecen, como si por un tiempo sagrado todos viviéramos reconciliados y apoyados en una esperanza épica. Las diferencias sociales e ideológicas se esfuman como por arte de magia mientras se contempla el espectáculo en el que parece jugarse el destino de la sociedad y la felicidad de cada uno en particular. La FIFA agrupa más naciones que la ONU. Parece desatarse una batalla cósmica en la que los equipos de once gladiadores representan a cada uno de los que gritan por ellos.
El traslado de lo sagrado
El juego siempre ha representado la ruptura con la rutina, con el trabajo, con lo obligatorio y penoso de lo cotidiano. Cuando juega, el ser humano imita a los que pueden ser libres para jugar; a los niños y a los dioses. Entra en un tiempo gratuito y sagrado, ensayando lo que en sus sueños desearía que fuese toda la vida. Realiza lo que la realidad debiera ser siempre.
Varios investigadores han visto en el fútbol grandes analogías con una celebración religiosa. Es un drama representado por un número preciso de oficiantes sobre el altar del césped. Ese recinto sacro de los estadios, hace recordar a los antiguos templos, bajo grandes focos de luz, ante la atenta y participativa, exultante o deprimida, pero siempre devota y fanática mirada de los miles de aficionados. El punto más alto, como verdadera consagración de este culto de multitudes, es el gol. En este momento los fieles se levantan, se abrazan en total comunión, gritan y claman en una catarsis colectiva que termina con un emocionado entusiasmo cuando se ha conseguido un triunfo o en una aplastante desesperación cuando se pierde.
En la previa, los asistentes son como fieles religiosos. Hacen largas filas como en una peregrinación hacia el gran templo donde se rompe la noción de tiempo cotidiano y se entra en una nueva dimensión de la vida. Las procesiones de hinchas van acompañadas de cánticos rituales repetitivos, con distintivos de su devoción personal. Es una especie de éxtasis místico de sentirse un solo cuerpo, una sobrenatural comunión de almas que al unísono cantan honor a sus dioses y religión, que da sentido a sus vidas y les hace ser capaces de actos profundamente generosos como violentos. Aquí la hermandad o la enemistad también adquiere un carácter sagrado.

Un nuevo tiempo ritual
Los colores que invaden el tiempo fuerte de los partidos, son señal de identidad tribal, de fiesta y expresión de la trascendencia específica de cada grupo o país. Los medios de comunicación, especialmente la TV, convierten la transmisión de partidos de fútbol en un rito seguido por millones de personas. A la misma hora, se reúnen en torno al altar doméstico —o en el bar transformado en pequeño templo— aquellos que anhelan esa porción de emoción y entusiasmo colectivo.
Se entra en comunión con una realidad que trasciende lo cotidiano y la pequeñez de la propia existencia. Aporta sentido y pertenencia en medio de la rutina gris de la cotidianeidad. Con la ayuda de las nuevas tecnologías el tiempo se organiza y estructura en función de los tiempos fuertes, ya sean fines de semana o eventos a gran escala como los mundiales de fútbol. Los comentarios durante la semana en programas televisivos, lugares de trabajo, bares o en el transporte colectivo, pasan a ser la prolongación cotidiana de esa fuente de sentido y pertenencia.
Lo mismo suele suceder con los tiempos políticos y las campañas electorales. También tienen ritos y mitos, pero, al lado del fútbol, es una religión desgastada.
¿Sacralización inconsciente?
Los encuentros deportivos se convierten también en lugar simbólico de la confrontación internacional. Se rememoran confrontaciones y rivalidades históricas, expresando ansias de supremacía, compensando superficialmente las frustraciones políticas y económicas. Para las personas es más que un deporte. Ni la comercialización descarada y aplastante, ni los escándalos de corrupción pueden opacar el halo sagrado del fútbol. Asistimos a una divinización de un fenómeno social y deportivo. Ya se ha visto hace años en algunas publicidades la sustitución de los héroes del fútbol por los tradicionales héroes de la patria, santos católicos, o la sustitución explícita de un nuevo dios al que se le rinde adoración y se le consulta el oráculo que define lo realmente importante para la vida de millones: el resultado final del partido.
El traslado de lo sagrado a ámbitos tradicionalmente profanos no es algo exclusivo del fútbol. La religión civil y la sacralización de lo político no son nuevos. Estos fenómenos, incluyendo el fútbol, no son religión en el sentido estricto. Pero sí podemos encontrar analogías y traslaciones vivenciales, rituales y de sentido que nos dicen mucho sobre lo que le sucede a la sociedad.
El fútbol, como deporte con masivos fenómenos que arrastra detrás, es capaz de generar valores muy positivos para la convivencia y la cohesión social. También fanatismo y violencia irracional, como todo lo que se absolutiza. Tal vez la pregunta más difícil de contestar es: ¿cuál es el vacío que vino a llenar?
Este artículo fue publicado originalmente en Semanario Voces.