¿Qué tan difícil puede ser diferenciar una mentira de una certeza? Tal vez más de lo que creemos. De hecho, las campañas de desinformación son estrategias para que no lo logremos.
La oferta de información se ha multiplicado. Recibimos noticas, análisis, opiniones desde todas direcciones. Nos llegan toneladas de información a través de los medios, de las redes sociales, de los chats en nuestros teléfonos. De hecho, nos faltaría horas del día si quisiéramos consumir todo lo que nos ofrecen. El problema de recibir tantos inputs está en cómo aplicamos nuestra capacidad de discriminación. ¿Qué estamos consumiendo? ¿De dónde proviene esa información? ¿Puede tratarse de información falsa? En ocasiones podemos detenernos a pensar en cada una de esas preguntas. Sin embargo, muchas veces esto no sucede y ese es el momento en el que las estrategias de desinformación han logrado su cometido.
La desinformación como estrategia
Es importante entender a la desinformación como a una estrategia, ya que no se trata de un proceso azaroso. Al contrario, se trata de una serie de acciones premeditadas con objetivos concretos que busca de forma cínica crear desconcierto, fomentar la apatía o paranoia en una sociedad y hasta generar una cierta desestabilización política económica o social.
El caso del Brexit es ejemplo de ello. Una parte importante de la campaña de los defensores de la salida del Reino Unido de la Unión Europea se apoyó en falsedades, datos manipulados y apelaciones emocionales sin respaldo empírico alguno. Y todo ello en concordancia con un análisis pormenorizado de segmentos muy concretos del electorado a través de las actividades de Cambridge Analytica. Aquella empresa que utilizaba la información personal de los usuarios de Facebook adquirida para supuestos fines académicos. El resultado fue el esperado: la campaña de desinformación pudo torcer la balanza y el brexit se convirtió en una realidad.
Jorge Tuñon, profesor de Comunicación en la Universidad Carlos III de Madrid y Consultor en asuntos europeos explica que la “desinformación es una estrategia que se puede componer de distintas herramientas y una de las herramientas son estas fake news”.
¿Por qué se viralizan las fake news?
Según los criterios de noticiabilidad un suceso debe cumplir una serie de requisitos para que sea considerado noticia. Entre ellos, que sea verdadero. Es decir, por definición una falsedad, una mentira, una invención no pueden ser noticia.
Fanny Ramírez Esquivel, consultora internacional en comunicación política explica que la viralidad de las noticias falsas o fake news tienen que ver con sus elementos constitutivos: “titulares más llamativos, fotografías o imágenes alusivas que favorecen conexiones de conceptos, es decir, su forma está muy cuidada.” Según Ramírez Esquivel, el problema de las noticias que provienen de, por ejemplo, las instituciones públicas, no cuentan con ese poder de “empaquetamiento” de su información.
Las fake news son entonces un producto comunicacional que apunta a un mercado ávido de consumirlas. Están concebidas, pensadas, diseñadas para llamar la atención y generar interés. No están hechas para informar, para transmitir un hecho, su objetivo es otro, de ahí su poderío y, a la vez, ahí reside su peligrosidad.
Seis veces más alcance
Según la empresa de gestión de redes sociales Hootsuite, Facebook cuenta con más de 2400 millones de usuarios activos, YouTube con alrededor de 2000 millones, Instagram con 1000 millones y TicToc ya supera los 800 millones. Son datos de enero de este año.
Con estos números las redes sociales han conseguido un alcance impensable hace apenas unos años. Un video, un post o un tweet puede llegar a ser visto por millones de usuarios en un período relativamente corto de tiempo. ¿Qué significa esto para la difusión de información falsa o manipulada?
Thomas Schaumberg, representante adjunto de la Fundación Konrad Adenauer en Uruguay, escribió sobre las dos caras de esta digitalización. Por un lado, el beneficio de estar en contacto, de organizar conferencias y reuniones pese a la pandemia, de permitir que las instituciones democráticas sigan funcionando. Y a la vez de lograr que, pese a las limitaciones, sea posible seguir manteniendo una vida social. Pero por otro lado, Schaumberg también señala la problemática de las noticias falsas sobre Covid-19, así como de la difusión de teorías conspirativas. En resumen, la digitalización también da lugar a una diseminación de información manipulada o falsa con claros objetivos estratégicos.
El problema con esta cara oscura de las redes sociales es su poderío latente. Tuñon, que también es coautor del libro “Comunicación Europea ¿A quién doy like para hablar con Europa?” junto a Uxía Carral y Luis Bouza, apunta un dato que es revelador: “las estrategias de desinformación son mucho más eficaces que en el pasado porque el reach o el alcance es muy superior. Algunos estudios, como los de Mazzoni en Harvard que dicen que una desinformación tiene un alcance seis veces superior al de una certeza a través de redes sociales.”
Esa potencia surge de la combinación tres elementos: redes sociales, desinformación y sesgo de confirmación. Este último hace define al sesgo cognitivo por el cual las personas tienen una tendencia a adjudicarle veracidad a noticias que coinciden con sus ideas preexistentes, mientras que, por el contrario, tienden a rechazar aquellas que no lo hacen. Los tres elementos en conjunto aumentan las chances de consumir noticias falsas que llevan a ciertos sectores de la audiencia a interpretar una situación de una determinada manera.
¿Cómo combatirla?
En muchos países la desinformación se ha convertido en parte del juego político. Algunos opositores que quieren llegar al poder, otros gobiernos que quieren mantenerse allí, en ocasiones optan por esta estrategia en lugar de apelar a los valores democráticos y el Estado de derecho. La mencionada eficacia de la desinformación es un incentivo para ciertos sectores políticos y así es como se generan actitudes irresponsables. Ejemplo de ello es lo que sucede en el actual contexto de crisis del COVID19.
La infodemia. Aquel concepto que denominaba a la circulación de información falsa en relación al COVID-19. Se trata de una estrategia de desinformación que apuntaba básicamente a generar un clima de inestabilidad y desconfianza, una suerte de caos para aumentar la sensación de inseguridad en diversos sectores de la población. Las mencionadas teorías conspirativas que circulan entre aquellos sectores que critican la acción gubernamental en diversos países del mundo son algunas expresiones de los intentos estratégicos para desestabilizar gobiernos o erosionar la paz social. También sucede a la inversa cuando gobiernos irresponsables se inclinan por subestimar al COVID-19 generando con ello consecuencias sanitarias, sociales y económicas nefastas para sus países.
El peligro latente de la desinformación es tal que tal que la ministra de Defensa de Alemania y presidenta de la Unión Demócrata Cristiana, Annegret Kramp-Karrenbauer, lo menciona en un artículo sobre la Organización del Tratado del Atlántico Norte. Según ella la OTAN “debe mejorar su capacidad de lucha contra desafíos menos tradicionales.” Entre ellos menciona las campañas de desinformación.
El Secretario General de las Naciones Unidas, António Guterres, también encabeza una cruzada contra este flagelo. En un comunicado reciente ha llamado a “inundar Internet con hechos y ciencia.” Sin embargo, el interrogante sigue intacto: ¿alcanza con eso? ¿Se puede vencer el poderío de los sesgos de confirmación, el alcance y horizontalidad de las redes sociales, con ese tipo de estrategia?
En línea con la idea de Guterres, el Factchecking o la verificación de información es un intento por combatir la desinformación. Se trata de una actividad periodística que se ocupa de comprobar y contrastar los datos publicados o citados por noticias, políticos, organizaciones y demás actores. Incluso lo difundido y viralizado en redes sociales. En principio parece una estrategia interesante, Tuñon nos menciona algunos puntos débiles. Uno de ellos es justamente el sesgo de confirmación: “sólo nos exponemos a aquellas aseveraciones que concuerdan con nuestros principios ideológicos, es decir con nuestra forma de pensar. Por lo tanto si un equipo de verificación me dice que una noticia que a mí me gustaba está falseada, tenderé a ser escéptico con la verificación”, explica el académico español.
La verificación de datos, entonces, ayuda a conocer más sobre un tema, pero si ya se está familiarizado con el mismo, o si ya se posee una posición preexistente, su eficacia puede estar muy limitada. Y como si eso fuera poco, existe un efecto negativo e indeseado de esta actividad. Al realizar un chequeo y reproducir la información falsa que se pretende refutar con datos reales, lo que se termina haciendo es brindándole aún más espacio a esa mentira. Se le regala un espacio en el escenario, aunque más no sea para desestimarla.
Según Ramírez Esquivel la educación es un elemento muy relevante en la lucha contra la desinformación. “Hace mucho tiempo se decía que lo que hacía falta era más información para que la ciudadanía contara con esa posibilidad de poder opinar y poder decidir de manera más precisa. Ahora nos damos cuenta que no es más información lo que necesitamos, sino información de mejor calidad”. En ese sentido, la desinformación pierde margen de maniobra y con ello se debilita su impacto.
Calidad en lugar de cantidad. Información precisa y oportuna. Una concepción de la comunicación que no sólo tenga en cuenta el contenido sino también la forma en la que se transmite. Todo estos son algunas de las muchas claves para luchar contra el flagelo de la desinformación.
El teorema de Thomas dice que “si las personas definen las situaciones como reales, éstas terminan siendo reales en sus consecuencias”. Las palabras de este sociólogo norteamericano resumen el peligro que representa la desinformación. Si no la combatimos nuestros valores, nuestras democracias, nuestras libertades están en riesgo.