Las elecciones legislativas intermedias en los Estados Unidos tendrán lugar el ya muy cercano 6 de noviembre —aunque en muchos estados ha dado inicio el proceso de votación vía correo postal y a través de casillas abiertas para ejercer el voto temprano (la agencia AP calcula 10 millones de boletas emitidas hasta mediados de la semana pasada)—, en un momento de polarización de la sociedad y de la clase política inédito.

Senado electo en noviembre de 2016 en Estados Unidos | Imagen: Thisismactan, vía Wikicommons
En los últimos días, la competición electoral se ha visto salpicada de matices desconocidos (y desconcertantes) hasta ahora, con un sesgo violento pocas veces visto: el envío de paquetes bomba a miembros del Partido Demócrata y personajes críticos con el actual presidente (de la talla de Barack Obama y Hillary Clinton, además de las oficinas centrales de CNN), por un fanático de Trump y el más reciente tiroteo en una sinagoga de Pittsburgh (en el que fallecieron 11 personas y que confirma el incremento de fenómenos antisemíticos en Estados Unidos en un 57 % solo en 2017), aumentan la tensión de unas elecciones que, para bien o para mal, se leerán como un referéndum de la vocinglera e incendiaria Administración actual.
Las elecciones intermedias del próximo 6 de noviembre permitirán reasignar 33 de los 100 escaños en el Senado norteamericano (más uno de votación especial por el estado de Minnesota). Aparte de ello se renovarán la totalidad de los asientos en la Cámara baja (de Representantes) de los Estados Unidos, así como 36 gobernaturas y otras tantas elecciones a cargos estatales y locales intermedios. Las llamadas midterms son parte del ecosistema electoral de Estados Unidos y, a medio camino de las elecciones presidenciales, sirven tradicionalmente como un barómetro del gobierno y presidente en turno. Sin embargo, la actual Administración —y en particular su jefe— han convertido estas elecciones legislativas en un asunto dicotómico, un asunto de vida o muerte, de rojos contra azules, de ellos contra nosotros, elevando los niveles de polarización entre la sociedad a niveles que muchos medios norteamericanos califican de extraordinarios.
A nadie le cabe duda ya que entre las habilidades del presidente Trump no están su contención diplomática o su habilidad para generar consensos y sí, en cambio, su altísima destreza para generar enfrentamientos y liderar la narración principal a golpe de contradicciones y medias verdades (o abiertas mentiras). Trump ha conseguido que la prensa en su (casi) totalidad entienda estas elecciones legislativas como un plebiscito sobre su gestión, y de ello sacará provecho no importa el resultado; si los republicanos mantienen la mayoría en el Senado —y los datos y estadísticas lo avalan— será una victoria suya; si la ola roja no logra detener a la azul en la Cámara de Representantes (y las tendencias muestran que esta posibilidad es real) será por el malvado actuar demócrata en contra de su (particular) gran América.
Él mismo ha impuesto esa lectura sobre las elecciones intermedias. No en balde ha sido el presidente norteamericano que más se ha implicado en esta tradicional etapa del proceso electoral: al menos 40 mítines en favor de distintos candidatos republicanos han llevado a Trump a recorrer el país en los últimos meses (Bush participó en 33 y Obama en 22, en sus respectivos primeros años al mando). La buena noticia de este frenesí legislativo es que, en unas elecciones en las que por norma solo participaba uno de cada cuatro electores, hoy se prevé una participación del 45 a 50 % del electorado.
Sea para votar en contra o a favor de Trump —según el instituto demoscópico PEW un 60 % de los ciudadanos que acudirán a las urnas tendrán en cuenta al presidente a la hora de decidir su voto— estas legislativas están llamadas a generar, también, una participación democrática extraordinaria. En este activismo electoral han tenido su parte los partidos demócratas y republicanos, y los candidatos rojos y azules que piden el voto de sus conciudadanos.
Las estrategias políticas para ganar el apoyo en las papeletas han sido muy variadas, según la localidad y el perfil de los candidatos, aunque se pueden esbozar dos líneas generales en esta arena en la que se han convertido las intermedias norteamericanas: los republicanos han optado por alabar el buen curso de la economía, el excelente estado del mercado de trabajo (donde la rebaja fiscal que ellos apoyaron juega, en su discurso, una parte importante) y distanciarse del polémico presidente si perciben que su electorado puede no tomar a bien su flamígera inquina (en estados o localidades donde, sobre todo, no existe una clara tendencia republicana, en los llamados estados morados). Los demócratas, por su parte, han caído en el juego de hacer de estas elecciones una evaluación sobre Trump y azuzan a sus electores contra la misoginia, xenofobia y nepotismo del presidente. En algunos casos, la supuesta ola azul ha tenido el pragmatismo de no apostar todo a una sola carta y han llamado a corregir políticas republicanas en temas importantes como la salud pública y la educación, temas que en el ámbito local cobran bastante peso y dejan ver sus efectos reales entre los votantes.
En todo caso, los últimos sucesos ocurridos en el país norteamericano —al que se debe sumar la marcha de miles de migrantes centroamericanos por México rumbo a Estados Unidos, fenómeno preferido del presidente para quien la inmigración ilegal encarna los males que justificarían la dureza de su política—, solo han echado más leña al fuego. Los votantes están llamados a acudir a las urnas en medio del griterío que, hasta el momento, no parece que nadie —ni los medios, ni los partidos, ni la actual Administración— quieran de verdad disminuir a favor de la concordia democrática.