Los desafíos actuales son mucho más profundos que la implementación de una agenda de políticas públicas. La realidad nacional exige un debate que aún no ha apuntado un proyecto de desarrollo de largo plazo que represente los intereses, las potencialidades y la inteligencia nacional.
Chile es uno de los países más desarrollados de la región. Los índices de desarrollo humano, corrupción, democracia y PIB per cápita lo sitúan como uno de los mejores lugares para vivir en Latinoamérica. En el área política siempre ha mantenido una alta estabilidad institucional, con presidentes moderados con origen de partidos políticos tradicionales.
El sistema político chileno fue prácticamente monopolizado en las últimas décadas, gracias a un sistema electoral fuertemente deforme, por dos grandes coaliciones de centroizquierda y centroderecha que gobernaron el país sin ningún trauma institucional. En las últimas elecciones parlamentarias, después de una reforma electoral impulsada por la expresidenta Michelle Bachelet, se corrigieron las deformidades y una nueva fuerza de centroizquierda —al estilo Podemos español—, el Frente Amplio, pudo irrumpir en el Congreso rompiendo la lógica binomial de la política chilena.
Bajo esas aparentes muestras de desarrollo y progreso se esconde una gruesa capa de insuficiencia, fruto de los actuales dirigentes políticos chilenos. No existe un debate profundo de un proyecto de nación a mediano y largo plazo. No existe en la política institucional una opción de modelo de desarrollo económico ni cómo aprovechar con más inteligencia las escasas riquezas naturales del país. Al mismo tiempo, el debate público es monopolizado por inmediateces mezquinas como alianzas electorales y candidatos presidentes viables, aun cuando el nuevo gobierno lleva instalado unos pocos meses.
Los partidos políticos no son los únicos responsables de su propia falta de visión. La coyuntura internacional entorpece el florecimiento de proyectos nacionales, ya que el acoso de una amenaza populista o radical acecha fuertemente a nuestros Estados latinoamericanos, tanto en la política internacional como a nivel interno. Sin embargo, es sorprendente que los partidos políticos y sus juventudes sean incapaces de articular un debate nacional respecto de los grandes problemas del país y de los desafíos que se ubican en un horizonte temporal muy cercano.
No sabemos cuál sociedad nos inspira, no tenemos idea de cómo la gran masa de trabajadores no sindicalizados (80 %) defenderán sus intereses, no sabemos cuáles serán las consecuencias sociales de una educación básica anclada en el siglo pasado o cómo generaremos riqueza, ya que nuestra producción está asentada en la comercialización del cobre bruto desde hace cien años. El país ni siquiera ha sido capaz de implementar un sistema previsional que no condene a los mayores a la miseria. Según la OCDE, Chile tiene la peor tasa de reemplazo, solo superior a México.
Es claro que estos problemas son abordados por fuerzas políticas y sus dirigentes. Algunos partidos y parlamentarios buscan proponer medidas a fin de mitigar, por ejemplo, los efectos de la automatización en el trabajo o el modelo educativo anticuado. Sin embargo, Chile necesita mucho más que eso. El país requiere un proyecto estratégico completo de desarrollo, que integre y articule propuestas y políticas de largo plazo que puedan en su conjunto apuntar el desarrollo integral del país, donde las grandes cuestiones coincidan en un entendimiento político en pro del futuro.
Chile no podrá nunca elegir con inteligencia un camino político si no hay una mínima claridad del destino. En los partidos, si bien son altamente institucionalizados, los niveles de democracia interna dejan mucho que desear y las redes clientelares no dejan que la inteligencia nacional ocupe los espacios de debate público en el proceso legislativo o en la misma administración del gobierno. Cada vez más es necesario articular un proyecto a largo plazo de metas y aspiraciones o la mediocridad monopolizará constantemente la vida nacional.