Retomando la discusión sobre la crítica al liberalismo iniciada en nuestro texto anterior
Libertad e igualdad
La defensa de la tradición liberal no niega los avances en derechos sociales, en Estados de bienestar, en redistribución económica. De hecho, una parte de la tradición liberal se reconoce en el avance de un sistema de garantías sociales para el pleno desarrollo de las capacidades de cada ciudadano. Dentro de la tradición liberal más progresista se reconoce la importancia de la protección social para que siga existiendo generación de riqueza, a través del mismo capitalismo. La historia económica de la segunda mitad del siglo XX, sobre todo en los países de Europa Occidental y en Estados Unidos, demuestra que la generación privada de riqueza no solo no está reñida con el fortalecimiento de una política social inclusiva, sino que son fundamentalmente compatibles.
En el mundo contemporáneo, sin liberalismo no hay democracia, a lo que hemos de agregar que, en el mundo futuro, la crisis de representatividad que sufren los regímenes democráticos no tendrá solución sin la creación de un sistema de garantías de los derechos sociales y económicos, así como del restablecimiento del poder transformador de la política.
Una política bloqueada para presentar y desarrollar transformaciones sociales conduce a un crecimiento de la apatía cívica, en un primer momento, pero también, posteriormente, al fortalecimiento de alternativas antisistema que podrían abrir paso a nuevas formas de despotismo. Solo se puede caminar en la consolidación de esa democracia liberal representativa si se avanza en el fortalecimiento de aquellas instituciones que garantizan la vigencia de los derechos sociales y económicos. Esto es, si se avanza en términos de equidad, igualdad y justicia social.Para que la democracia persista es necesario recuperar los vínculos que comunican diversas tradiciones políticas. Si se abandona el proyecto liberal, es decir, la defensa de los derechos humanos, de los poderes limitados, de un sistema de garantías que proteja las libertades civiles y políticas de los abusos de los poderosos, también quedará desprotegida la democracia realmente existente, y quedará aún más vulnerable la lucha por los derechos sociales y económicos.
Acá también encontramos los vasos comunicantes entre diversas tradiciones políticas, en el reconocimiento de que un mayor compromiso cívico se nutre a través del desarrollo de los derechos sociales, en su expresión concreta y personal. Frente a esto, la nueva política de la identidad puede estar caminando en un sentido inverso, al bloquear la construcción de grandes acuerdos sociales y políticos integradores, lo que implica la progresiva desaparición de lo común, tan caro a la tradición progresista.
Capitalismos y democracia
Así como ¿Izquierda democrática o liberalismo de la Guerra Fría? no aclara qué es la democracia genuina en contraste con la vinculada con el liberalismo de Guerra Fría, tampoco explicita los límites de lo que define como capitalismo. Porque en realidad hay capitalismos, varios. Estos pueden extenderse desde el tecnocratismo autoritario y ultraliberal de Singapur, hasta las formas que vemos presentes en el mundo escandinavo, donde existen democracia plena, pluralismo político y social, y un Estado de bienestar que garantiza protección de la cuna a la tumba.
Es posible reconocer que las lógicas estratégicas (medios/fin) del capitalismo y la democracia divergen. El capitalismo expande sus medios (creación y captura de mercados) para conseguir, de modo concentrado, su objetivo (acumulación de ganancia) económico. La democracia expande, simultáneamente, medios (sujetos, instituciones y derechos) y fines (participación individual, autogobierno colectivo) en la regulación de la convivencia política. En esto, es claro, difieren.
Pero ambos, capitalismo y democracia, operan en el marco de sociedades de masas, regidas por Estados nación, en un sistema internacional interconectado. Admiten versiones y maridajes diversos, contradictorios y dinámicos. Si concebimos al Estado como el terreno donde se cristalizan las constelaciones de poder político —y económico—, entonces la posibilidad de sustituir/contener a quienes nos desgobiernan resulta clave para acotar la explotación capitalista. Y eso solo es posible, de modo estable y protegido, en democracias liberales.
Claro que esas democracias existen desde la asimetría —de recursos varios— de sujetos que ejercen sus derechos sociales, civiles y políticos. Su ejercicio está variablemente habilitado en dependencia de las capacidades estatales y las orientaciones ideológicas de cada gobierno. No hay casos perfectos, ni rutas únicas. Pero los mejores aportes del liberalismo progresista, que no se asimila al fundamentalismo de mercado, tienen mucho que ver en esa dirección.
La defensa de la democracia liberal
Un proyecto igualitario tiene que ser también libertario, no hay una democracia genuina que se mantenga en el tiempo sin garantizar condiciones sostenibles para el desarrollo estable de la disidencia, para el ejercicio libre de la crítica y de la construcción de alternativas. Para todo esto la institucionalidad liberal ha sido la única que ha reducido el riesgo que ser contrapoder de manera sostenida en el tiempo. Los experimentos democráticos no liberales, mucho más los antiliberales, se han deslizado bien hacia formas opresivas y despóticas, bien hacia situaciones caóticas y anárquicas. En ambos casos, la democracia es destruida al poco tiempo, aunque persistan algunas rutinas y la denominación de origen.
Entre los aportes más fructíferos y progresistas de la tradición liberal que impregnó a las otras tradiciones políticas, haciendo posible el pluralismo político contemporáneo, encontramos, primero, que los derechos humanos son universales, lo que, por ende, hace de su exigencia, y de la construcción de un sistema de garantías que proteja su ejercicio, un proyecto universalizable. Eso permitió conectar, en una convergencia no exenta de contradicciones, tensiones y conflictos, historias diversas en torno a un proyecto común.
La defensa de la institucionalidad liberal es tan importante, para preservar tanto la democracia realmente existente como a la misma tradición progresista, como para dejársela exclusivamente a los liberales. Esta institucionalidad liberal, que funciona como un sistema de garantías para el ejercicio de los derechos individuales y colectivos frente a la arbitrariedad del poder, es un patrimonio común de todas las tradiciones políticas progresistas, aparte de ser una precondición imprescindible para los futuros avances en materia de derechos y libertades.
La expansión global de la democracia liberal representativa, en sus distintas versiones, ha sido el gran logro del progresismo contemporáneo de finales del siglo XX y principios del siglo XXI. Las democracias realmente existentes distan de ser perfectas y completas, sin embargo, en el marco construido por ellas encuentran las más diversas corrientes progresistas el hábitat propicio para su acción política, para la ampliación de derechos sociales y económicos, para la construcción de nuevos horizontes de cambio cultural.
El proceso de desconsolidación de las democracias, que deriva en autocratización, el resurgimiento de nuevas formas de autoritarismo, han de ser llamadas de atención. La cultura autoritaria pervive y se transforma, la curva de aprendizaje del pensamiento autoritario deriva en formas y procedimientos más sofisticados de implantación y consolidación. El debilitamiento del proyecto liberal global, como es llamado por muchos filotiránicos, no contribuye a la aparición de nuevas formas de democracia ni impulsa la imaginación política autónoma, al contrario, contribuye a un deslizamiento hacia relaciones de poder marcadas por la imposición arbitraria y discrecional de la voluntad del más fuerte sobre la del más débil.
Un comentario final
La democracia no es un destino inexorable de la humanidad ni una certeza de futuro. En la dimensión de la historia humana los regímenes democráticos estables son recientes, mientras que el autoritarismo, en sus distintas formas, cuenta con una mayor presencia histórica. Como demócratas con memoria histórica —lo que implica ser defensores de esta mixtura que combina, en amalgama tensa, tradiciones varias como la liberal, la socialdemócrata y otras—, no se puede ser ingenuo al pensar que el autoritarismo es un invento de la Guerra Fría. Y que la democracia se desarrolla en un ambiente global bonancible.
La cooperación transnacional entre demócratas, para enfrentar amenazas autoritarias, se convierte hoy en un imperativo común de progresistas y liberales. Desgarrar el liberalismo del progresismo debilita a la democracia realmente existente y fortalece a los nuevos sectores autoritarios. El proyecto democrático global se enfrenta hoy, como ayer, a diversos retos: polarización, exclusiones, nuevos radicalismos. Y ese proyecto democrático, global, necesita de los mejores valores, energías y compromiso liberales, renovados, de los Estados Unidos.
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