A inicios de este mes, el papa Francisco publicó su encíclica Fratelli Tutti (Hermanos todos) en la que denuncia las carencias del mundo contemporáneo. Nuestra sociedad presente, cuyas “falsas seguridades” han sido dejadas al descubierto por la pandemia global, sufre también por la suma de conflictos y presiones sobre las que ha alertado en los casi ocho años de su pontificado. Por ejemplo, las migraciones masivas desde el Sur global, las tensiones del multiculturalismo, la desigualdad, el cambio climático, la interacción superficial de las redes sociales. En suma: la sensación de anomia y vacío existencial de un inmisericorde mundo contemporáneo.
Desde algunas lecturas vacías de contexto, se elevaron diversas alarmas sobre el mensaje del papa; que habría retornado a la teología de la liberación, con declaraciones populistas, socialistas (nunca faltan peronistas); que sería rehén de la izquierda integrista e identitaria; que estaría involucrándose en la política de los Estados; que ha claudicado en la defensa de Occidente y que ha desbaratado la ortodoxia católica. Claro está, la crítica más frecuente es que el papa se atrevió o a criticar al neoliberalismo.
Esta crítica es, a la vez, limitada y predecible. Por una parte, se pretende establecer que el papa es iconoclasta, cuando desde la doctrina social de la Iglesia Católica se han hecho advertencias desde el siglo XIX sobre cómo armonizar las presiones contemporáneas con una existencia humana integral. Desde León XIII a Benedicto XVI, pasando por Pío IX, Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo II, los señalamientos severos hacia las consecuencias humanas de las nuevas desigualdades sociales —primero en las economías industriales europeas y luego a escala global— han sido una de las fuentes de la posición distinta y específica de los partidos demócrata y socialcristianos.
Nuevas ortodoxias
Sin embargo, se espera que la Iglesia sea parte de una santa alianza contra la heterodoxia del momento. Más bien, el pensamiento del humanismo cristiano —que incluye a las denominaciones protestantes e individuos seculares identificados con sus ideas— se ha mostrado resueltamente insatisfecho con las nuevas ortodoxias y frente a los poderosos de hoy.
Esas nuevas ortodoxias han sido sucesivamente las derivaciones de la modernidad ilustrada —los regímenes puramente liberales y socialistas— y sus consecuencias económicas: los regímenes de planificación centralizada y el capitalismo sin cortapisas. En esto, claro está, abundan matices. Las críticas al capitalismo y al socialismo desde la Iglesia han estado acompañadas del elogio del trabajo y del emprendimiento como manifestación de la creatividad humana como don providencial.
Así lo recordaba Juan Pablo II en su Centesimus Annus (1991), con una importante prevención: “Existe el riesgo de que se difunda una ideología radical de tipo capitalista, que
Si la modernidad se planteó políticamente con las nociones de igualdad, libertad y fraternidad, en su encíclica el papa recuerda que deberíamos ser consecuentes con las implicaciones de esta declaración. Los dones que hemos recibido implican una responsabilidad mutua. Pero, a medida que crece la economía global, el rezago de millones se hace más evidente. Citando al papa emérito Benedicto XVI, Francisco nos recuerda que “la sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos” (Caritas in veritate, 2009).
De esa simple pero sombría constatación, viene la pugnaz crítica del papa, que evoca las encíclicas de la convulsa etapa de los 60 y 70 del siglo pasado: se nos demanda, como humanos y como hermanos, que atendamos las tribulaciones que presentan los populismos, el racismo, el tráfico de personas, la explotación fabril, las amenazas a los más vulnerables. Exhorta a que atendamos esto reconociendo con misericordia y caridad el valor de nuestros contemporáneos de todos los credos, géneros y razas. Es decir, la inalienable dignidad de la persona humana.

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Hermandad olvidada
La fraternidad es presentada, en oportuna evocación a san Francisco de Asís, como la virtud cristológica que constituye el elemento olvidado de nuestra promesa contemporánea. Promueve la asociación, la cooperación, la constatación según la cual nadie es dispensable y todos podríamos aportar algo a diversas comunidades. Concentrados dilemáticamente en la expansión de la libertad y la igualdad como mutuamente excluyentes, se nos había olvidado la hermandad. Esto no es propiamente revolucionario desde una actitud piadosa. Al fin y al cabo, “hermano” es el apelativo ordinario entre muchas denominaciones religiosas. Pero sí es revolucionario ante la normalidad que hemos ido aceptando, a medida que desmontamos los Estados sociales.
El aspecto menos comprendido de la encíclica entre comentaristas radica en su señalamiento de la insuficiencia evidente de la vida contemporánea para la dignidad humana: “Algunos pretendían hacernos creer que bastaba la libertad de mercado para que todo estuviera asegurado”. Esa ilusión finisecular del triunfo del capitalismo como triunfo de la libertad ha sido desmentida por el modo en que potencias autoritarias, imbricadas de manera compleja en la dinámica avasallante del flujo de datos, bienes, personas y servicios en la economía global, avanzan en contra de la dignidad humana. ¿Cuántas multinacionales basadas en Occidente pueden simplemente desmontar sus inversiones en tales países? ¿Cuánto de la trasformación del trabajo liderado por inversionistas cada vez más desvinculados con las empresas en las que apuestan, contribuye al malestar popular que alimenta los populismos en alza?
Recalibrar el humanismo
La exhortación del papa es universal. Aunque, se ha reclamado que su encíclica tiene un importante punto ciego: hace un énfasis demasiado intenso en las carencias del Occidente desarrollado, olvidando hacer señalamientos directos hacia la opresión, por ejemplo, en China —país con el cual la Santa Sede ha tenido un complicado acercamiento en las últimas décadas—, pero podrían interpretarse implícitamente. Por otro lado, los llamados que, desde Roma, el pontífice hace en seguimiento de los más salientes conflictos globales, como la guerra siria o la emergencia humanitaria venezolana, nos dan un debido contexto.
Es notable cómo esta encíclica hace seguimiento de los argumentos de la carta encíclica Laudato Sì: nuestra responsabilidad con la creación divina, y con ello la obligación de proteger la casa común, impone un cambio de nuestra normalidad, retando la complacencia con un orden que afecta nuestro futuro. El cambio de un mundo atado fundamentalmente a un frenesí de circulación de bienes, servicios y personas, que se convierte no en un medio para la realización, sino en un fin en sí mismo. Y, si bien los datos generales pueden parecer alentadores, la persistencia del sufrimiento concreto de millones, y las evidentes consecuencias políticas del malestar frente a las diversas desigualdades objetivas y subjetivas, desmiente la optimista conclusión según la cual el capitalismo traería mayor libertad.
Con su tercera encíclica, ya con un pontificado claramente definido en sus propósitos, aunque atribulado por diversas presiones, los planteamientos del papa invitan a aprovechar la inventiva humana para resolver nuestros problemas más acuciantes. Sirva este texto como una de las fuentes más audaces para recalibrar la específica posición del humanismo cristiano frente a nuestra ecuménica hermandad.