Las tradiciones políticas coexisten dialécticamente. En su despliegue incorporan repertorios de otras tradiciones, releen eventos pasados, alzan nuevas reivindicaciones a partir de derechos conquistados por generaciones precedentes. Constituyen un campo de interacción y conflicto, donde se construyen alianzas que transforman su propia historia, adaptándose a una sociedad que no deja de transformarse. En parte por la acción de los representantes de las mismas tradiciones políticas.
En marzo pasado, Nueva Sociedad tradujo un artículo, originalmente publicado en la revista estadounidense Dissent. Sus autores, dos académicos estadounidenses,
cuestionan pilares básicos del ideario liberal. En este texto, escrito desde nuestras coordenadas personales y profesionales —en tanto historiadores y politólogos latinoamericanos, que viven y piensan allende sus fronteras nativas— comentaremos algunas de las tesis de estos intelectuales norteamericanos.Una historia compleja
Diversas tradiciones dan forma al proyecto liberal contemporáneo, apelando a valores universales, herederas del racionalismo ilustrado y de la era de la revolución. En ese sentido se conciben como un proyecto revolucionario, en el sentido moderno del tema, como un proceso permanentemente incompleto. En el que lo democrático es un eje fundamental.
Liberalismo y democracia, si bien no son ontológica o conceptualmente idénticos, están íntimamente ligados, por razones históricas y doctrinarias. Varios elementos le dieron forma a las democracias realmente existentes del mundo de la posguerra, en distintas proporciones. Uno de ellos es el legado de la tradición liberal, a la que se le dio forma desde finales del siglo XVIII con la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789, y la Constitución de los Estados Unidos de América, de 1787. Su eco llega hasta la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. ¿Hay manera de rescatar toda esta tradición desvalorizando lo progresista del proyecto liberal? ¿Ignorando su historia de apropiaciones y aportes hacia y desde otras ideologías?
La tradición liberal estadounidense, incluyendo la que tomó forma durante la Guerra Fría, no es un producto exclusivo de sus circunstancias nacionales. Al convertirse los Estados Unidos en una potencia global, desde fines de la Primera Guerra Mundial, los actores e ideas del liberalismo estadounidense interactuaron con sus pares de las izquierdas democráticas europeas, desde el laborismo británico, la socialdemocracia alemana o el socialismo francés. La lucha por la consecución y consolidación de la democracia política, por un lado, y el rechazo a los totalitarismos y autoritarismos, por el otro, se convirtieron en los vasos comunicantes, de interacción conflictiva, entre las áreas de desarrollo de las mencionadas tradiciones políticas.
En las avenidas abiertas a partir de estos nexos, el debate político e intelectual desarrollado desde la perspectiva liberal de Estados Unidos impactó en el mundo académico e intelectual de Europa occidental, sumergida en la construcción conflictiva de su propia experiencia democrática de posguerra, la que pasó del antifascismo de 1945 a la tensa coexistencia con Europa del Este y la Unión Soviética, de los años cincuenta hasta 1991.
En similar sentido, la intelectualidad liberal estadounidense tuvo un perdurable impacto en el mundo político y académico de América Latina y el Caribe, si bien de una manera distinta a la que se registró en el continente europeo. No hubo un Plan Marshall para América Latina, aunque hubo iniciativas importantes, como la de la Alianza para el Progreso de John F. Kennedy, desarrolladas en el marco del impacto geopolítico que tuvo la Revolución cubana en las relaciones entre Estados Unidos y el resto del continente. El legado liberal estadounidense encontró eco en (y aprendió de) diversas organizaciones, liderazgos e intelectuales progresistas de América Latina y el Caribe; que abarcaron a los movimientos nacional-populares, como Acción Democrática en Venezuela, el aprismo peruano, el liberacionismo tico, con los socialismos democráticos o con los radicalismos del Cono Sur.
Tres eventos históricos le darían forma a la mentalidad de la generación emergente de luchadores por la democracia en América Latina.
En primer lugar, las transformaciones, económicas e ideológicas derivadas del crac de 1929, que impactarían en la manera en que intelectuales y políticos democráticos pensarían la economía durante los próximos cincuenta años. Allí, los patrones económicos del fundamentalismo liberal que habían regido al capitalismo fueron puestos en duda. Buscando respuestas, los nuevos demócratas no solo recibieron la influencia del pensamiento marxista, aclimatado por intelectuales políticos como José Carlos Mariátegui o Haya de La Torre, sino también la del New Deal de Franklin Delano Roosevelt, que planteaba un rol activo del Estado en la gestión de la economía, sin romper con el capitalismo ni la democracia.crisisEl segundo evento fue la Segunda Guerra Mundial, no solo porque este conflicto transformaría el orden geopolítico global, sino porque implicaría un espaldarazo fundamental a una idea global de lucha por la democracia y contra el fascismo. Dos documentos tuvieron entonces un gran impacto en los demócratas de izquierda latinoamericanos; mismo que no ha sido suficientemente explorado por la historiografía. En primer lugar, el discurso de las cuatro libertades de Roosevelt, del 6 de enero de 1941, en que el presidente de los Estados Unidos señalaba la existencia de cuatro libertades humanas esenciales: la libertad de palabra y expresión, la libertad religiosa, la libertad frente a la miseria y la libertad frente al miedo. Todas juntas delineaban un mundo donde la justicia social y la libertad política deberían convivir armoniosamente. El segundo documento fue la declaración conjunta suscrita por el Reino Unido y Estados Unidos, el 14 de agosto de 1941, conocida como la Carta del Atlántico, que planteaba que la guerra contra las potencias del Eje se sostenía sobre el respeto del «derecho de los pueblos a elegir el régimen de gobierno bajo el cual han de vivir».
Estas palabras, proyectadas sobre la mente de quienes, en varias partes de Latinoamérica, luchaban por la democracia contra dictadores u oligarquías extractivas, muchas de las cuales habían sido apoyadas por los sectores más reaccionarios de las élites de Estados Unidos, tuvieron un efecto movilizador del debate nacional en las repúblicas criollas. La discusión que estaba aconteciendo dentro de las izquierdas latinoamericanas confrontaba, por un lado, a nacionalistas democráticos progresistas —vinculados en gran parte con movimientos nacional-populares— con los comunistas. Estos eran, por el momento, compañeros de ruta en la lucha contra las diversas formas de opresión, política y económica.
La derrota de las potencias del Eje fue leída como una victoria de las democracias por las izquierdas de América Latina. Pero entonces irrumpió en el continente la lógica de la confrontación característica de la Guerra Fría, que no solo transformó al liberalismo de los Estados Unidos, sino que también impactó la dinámica de los movimientos democratizadores en América Latina.
En ese marco, aparece el tercer evento: la Revolución cubana. Un proceso popular —generador de tempranas simpatías y rebeldías globales, acompañada de un febril imaginario político— que rápidamente degeneró en un régimen autocrático de estirpe leninista. Que instauró lógicas de autocratización comparables a las de otros países vecinos bajo dictaduras de derecha. Como han señalado diversas voces, hay que deconstruir la historia de las izquierdas de América Latina para lograr ubicar el tipo de ruptura que representó la denominada Revolución cubana dentro de la lucha por la democracia en el continente.
Un mundo convulso
«Izquierda democrática o liberalismo de la Guerra Fría?» esboza una visión ingenua del ejercicio del poder en las relaciones internacionales. Su perspectiva mezcla una crítica aceptable a las contradicciones entre lo que el liberalismo estadounidense ha proclamado y la acción concreta (doméstica y externa) de gobiernos demócratas, con acercamientos ingenuos respecto a la lógica de la política en un mundo convulso.
Los autores parecen ignorar los dilemas que atraviesan la definición de la política exterior de una república democrática en un entorno internacional, donde otros actores despliegan también su fuerza. La Guerra Fría aconteció desde la interacción de la política exterior de los Estados Unidos, la Unión Soviética y la República Popular China. Y toda democracia tiene la impronta de desarrollar una política exterior de promoción y defensa de sus valores e instituciones. Lo que, a efectos de los Estados Unidos desde 1945, significaba globalidad.
El texto, además, simplifica el compromiso democrático del liberalismo estadounidense. Porque el rechazo a los abusos del macartismo forma parte de esa tradición del liberalismo de la Guerra Fría, que reivindica el derecho a la disidencia, la misma que acompañó la lucha por los derechos civiles. Un liberalismo que ha convivido con la socialdemocracia y hasta con corrientes radicales como el trostkismo y el anarquismo, izquierdas todas suprimidas por sus parientes leninistas una vez que conquistaron el poder.
Notas:
Michael Brenes es profesor de Historia en la Universidad de Yale y Daniel Steinmetz-Jenkins es becario posdoctoral en el Departamento de Historia de Dartmouth College. Para una mirada reciente a la historia contemporánea de la región véase Michael Reid, El continente olvidado. Una historia de la nueva América Latina, Ciudad de México, Crítica, 2019. Véase Claudia Hilb, Silencio Cuba. La izquierda democrática frente al régimen de la Revolución cubana, Buenos Aires, Edhasa, 2010. Véase Gisela Kozak y Armando Chaguaceda (eds.) La izquierda como autoritarismo en el siglo XXI, Buenos Aires, Cadal/Universidad de Guanajuato/Centro de Estudios Constitucionales Iberoamericanos AC/Universidad Central de Venezuela, 2019..