A mediados de agosto, la opinión pública venezolana recibió una relativa sorpresa: el Estado venezolano y los principales sectores de la oposición venezolana firmaron un acuerdo de entendimiento para desarrollar un nuevo proceso de negociación que destranque la crisis política venezolana, mediado nuevamente por Noruega, animado por una serie de países interesados en una mitigación de la situación venezolana y sus efectos internos y externos, y auspiciado por México. El memorando de inicio era el resultado de meses de reuniones discretas, pendulares, pero dentro de un contexto muy distinto al de procesos anteriores.
Los valores expresados en el primer documento resultan impecables: el bienestar del pueblo venezolano, la vida, la libertad, la justicia, la igualdad, la democracia, los derechos humanos, la responsabilidad social y el pluralismo político. Su interpretación, claro está, tiene la dificultad inicial de trascender los múltiples significados de estos términos y, con ello, construir un espacio común. ¿Es posible hacerlo entre partes cuya enemistad ha sido el factor primordial de la política venezolana en las últimas décadas?
Admito que mi punto de partida para observar este proceso tiene un doble sesgo: si bien me encuentro entusiasmado por todo proceso de entendimiento que implique una conducta pluralista, rechazo la equidistancia de atribuirle a las partes en conflicto una responsabilidad simétrica: con todas las críticas que pueden hacerse a los esfuerzos de los demócratas venezolanos en alcanzar el poder y presionar al statu quo, incluyendo sus efectos no esperados, la responsabilidad que las políticas e ideología dominante del Estado de la Revolución bolivariana tienen sobre la situación económica, social y política del país es inconmensurablemente mayor. Y tal es la revelación principal de todos los procesos de negociación previos, en sí mismos extraordinarios: encontrándonos bajo un sistema autoritario y con instituciones dominadas por un solo partido, no existe un público común ni espacios donde lo que serían conversaciones ordinarias entre adversarios políticos tengan lugar. En Venezuela no hay un sistema de partidos pluralista, la libertad de los medios está altamente restringida y no existen canales de reconocimiento formal hacia las alternativas políticas.
En este sentido, el actual proceso tiene la virtud de no pretender ser una pequeña constituyente, en la cual élites en contienda decidan la forma del país para las próximas décadas. Sin esa aspiración, más allá de otros gestos, la atención se centra en lograr que el partido que controla el Estado haga concesiones políticas de relativa liberalización que permitan la entrada de la oposición tradicional en eventos electorales competitivos que reten su hegemonía, recibiendo a cambio algunas de sus aspiraciones estratégicas. ¿Cómo han entrado las partes a este proceso?
Siendo la asimetría en responsabilidades un rasgo de la situación, también lo es la asimetría de poder político relativo. El gobierno de Nicolás Maduro se concibe como el sector victorioso de una larga contienda, y espera capitalizar esta percepción en el proceso. Tiene una serie de ventajas importantes, como el control del poder efectivo y de las instituciones del país, así como con una aspiración estratégica colectiva disciplinadamente desplegada. El chavismo busca que sean levantadas las sanciones internacionales sectoriales sobre activos y procesos financieros del Estado venezolano, generar un sistema que incluya a la oposición sin que esta amenace su dominio, y establecer una especie de corresponsabilidad de la alternativa democrática en la crisis venezolana. Si por añadidura obtiene algún tipo de reconocimiento de parte de Occidente, tanto mejor.
La oposición no tiene ventajas similares, sino enormes dificultades. Para empezar, ha perdido espacios efectivos de representación, debido principalmente a la represión estatal, pero también a las consecuencias de las decisiones tácticas de su liderazgo, aumentando su desconfianza interna, y también la insatisfacción de radicales y moderados. La oposición venezolana al chavismo ha sido históricamente un archipiélago de organizaciones, y hoy día carece de mecanismos formales de coordinación, así como una definición de objetivos estratégicos y medios tácticos unitarios, salvo una creciente convicción de que el propósito de la democratización está en su peor momento. Esto lleva a distintos sectores a elaborar agendas particulares según se definan en el emergente statu quo, que pasan entre buscar la restauración de oportunidades internas (lo que puede implicar involucrarse en la dinámica de un sistema esencialmente autoritario), a concentrarse en procurar una mayor presión internacional (lo que puede implicar la reducción de la incidencia política práctica de la oposición en el sistema venezolano). No es creíble que las dinámicas de reproches y descrédito mutuas que se han iniciado entre los principales partidos de la oposición venezolana no afecten el trabajo de su Plataforma Unitaria en México.
Hay que decir, por otro lado, que este proceso tiene la cualidad de no desarrollarse en un momento de presión inusitada sobre el hegemón venezolano: no hay protestas callejeras significativas, no hay murmuraciones en las fuerzas de seguridad, no hay una atención internacional constante, y la situación económica asoma signos superficiales de alivio. Parece un momento de distensión, pero eso podría cambiar en cualquier momento, especialmente por factores estructurales: en una sociedad empobrecida, el Estado no tiene las capacidades fiscales, técnicas y de aparato humano para desarrollar una gestión que revierta sus problemas de fondo, como el colapso de los servicios públicos, el estancamiento productivo y las alternativas criminales a su control territorial. El descontento con el Gobierno, aun disminuido, sigue siendo el ánimo dominante en tres cuartos de la población; solo la decepción con las alternativas políticas supera a aquel sentimiento.
¿Puede tener efectos positivos esta negociación? La necesidad de hacer diplomacia de micrófonos y gestos mediáticos, incluyendo la presión de los sectores más vocales de la opinión pública hacia soluciones maximalistas inalcanzables, es un riesgo inmediato al proceso. Por otro lado, la sobrecarga de demandas para incluir en la agenda de discusión, sumada a los deseos de entrar en el escenario mexicano por sectores políticos y sociales que a su vez critican la representatividad de las partes. Pesan además los posibles efectos de las elecciones regionales, cuyo resultado no se prevé halagüeño para la unidad democrática, dada las restricciones presentes dentro del sistema, así como la desconfianza y dispersión de sus organizaciones y sus votantes más fieles.
Pero lo más preocupante del proceso es que la posibilidad de un acuerdo entre posiciones estratégicas tan disímiles parece esquiva. La revolución bolivariana quiere una aquiescencia costosa, y la oposición democrática tiene que definir mejor qué puede y qué quiere alcanzar.