Al momento de escribir estas líneas ya han pasado más de tres meses desde que se detectara el primer contagio de COVID-19 en Chile. Hasta la fecha vamos en cerca de 120 mil casos confirmados y la triste cifra de más de mil doscientos fallecidos. Si bien es un período corto, parece que fuera mucho más tiempo. Entre las cuarentenas y la explosión de los contagios los días transcurren iguales.
Las y los niños solamente alcanzaron a ir a clases la primera semana del año escolar; de las cuarentenas selectivas pasamos a otras más extensas en duración y territorio; los aviones vuelan esporádicamente (lo que me ha impedido viajar a mi región de Magallanes y la Antártica Chilena) y para el trabajo en el Congreso Nacional, nos vimos forzados de un día para otro a funcionar tras la pantalla de zoom, todos desde nuestras casas, cumpliendo rigurosamente el aislamiento y distanciamiento tras los primeros casos de colegas que dieron positivo al test PCR.
Los días transcurren lentos entre el asombro y una rutina que se repite: Escuchar el recuento matinal de muertos y contagios, los comentarios de especialistas, la nota humana y los malos pronósticos. Más bien, es como si el tiempo se hubiera detenido y todos los días fueran una copia del anterior, como la película El Día de la Marmota, en que nada cambiaba.
Si bien en Latinoamérica sabíamos del coronavirus y nos estremecíamos con los relatos que cada noche entregaban los noticiarios junto a las terribles imágenes que llegaban desde España, Italia o Francia, lo cierto es que ese período de espera hasta que finalmente nos enfrentamos al virus fue una especie de negación. “Chile está preparado” nos dijo el Presidente Sebastián Piñera, mientras su ministro de Salud señalaba confiado “hemos comprado respiradores” o “el Instituto de Salud Pública se anticipó para hacer los test de PCR”, entre otras frases, mientras una, entre el deseo de querer que así fuera y una actitud política de colaborar para salvar vidas, nos quedamos un poco más tranquilos. Pero todo eso no tardó en derrumbarse.
Cabe recordar que antes del coronavirus, Chile había logrado una tregua tras meses del denominado estallido social que desató una ola de manifestaciones multitudinarias y pacíficas que luego derivaron en violencia pura y dura, excesos policiales, y un marcado deterioro de la convivencia social y de la economía.
El compromiso de garantizar la participación de los ciudadanos en un proceso constituyente que permitiera contar con una nueva carta fundamental en democracia, había sido el camino trazado para el reencuentro de chilenos y chilenas. El estallido dejó repercusiones en los indicadores económicos, sumado a una baja en la confianza de casi todas sus instituciones, siendo la política en todas sus expresiones, la peor evaluada. En este panorama el COVID-19 nos llegó como la segunda ola de un tsunami que ya nos había golpeado, sorprendiéndonos mal parados, divididos en bandos y con una ciudadanía molesta y desconfiada.
Lo cierto es que la pandemia vino a reafirmar todas aquellas demandas que la gente había planteado en las movilizaciones por mejor salud pública, mejor educación, y el fin a los abusos y privilegios. Un país exitoso como Chile quedaba desafiado a ir más allá de los indicadores económicos y dejó a la vista la incapacidad del mercado para dominar los ámbitos que tienen que ver con el bienestar de las personas. La realidad desnudó con crudeza como la desigualdad golpea no sólo a los más pobres, sino también a la clase media emergente.
En los barrios populares el hacinamiento, la informalidad laboral, la mayor presencia de enfermedades crónicas y el abandono de los adultos mayores, han sido el caldo de cultivo para el avance exponencial del virus. De la misma manera, las pequeñas empresas, ya golpeadas por el estallido social, no han tenido espaldas suficientes para mantenerse en pie con la consiguiente pérdida de ingresos para sus trabajadores y propietarios.
Si bien hasta ahora la letalidad por coronavirus se ha mantenido relativamente baja, estamos con nuestro sistema sanitario al tope de sus capacidades y el hecho que aún no haya colapsado se debe, en gran parte, al tremendo capital humano que tenemos en salud.
Sabemos que en los días que vienen no tendremos buenas noticias. Los muertos seguirán aumentando y las tardías medidas de confinamiento total costarán un precio demasiado alto, sumado a la desconfianza en el gobierno que no ayuda en que las medidas de autocuidado que aconsejan tengan eco en la ciudadanía. Pese a todo, somos un país que sabe levantarse pues estamos acostumbrados a ser golpeados por desastres naturales como los terremotos y no tengo duda de nuestra resiliencia.
Por otro lado, la pandemia nos ha hecho apurar el tranco en el uso de la tecnología. El teletrabajo llegó para quedarse y ha quedado demostrado que era posible trabajar desde casa, evitando largas horas de traslado en un tráfico infernal con el consiguiente costo ambiental asociado. Pero al mismo tiempo, ha quedado demostrado que las mujeres seguimos asumiendo mayores cargas que los hombres, pues el peso del hogar seguimos asumiéndolo nosotras y eso debe cambiar.
Creo que hoy en Chile nos enfrentamos al enorme desafío de hacer las cosas de manera distinta, saliendo de la polarización y las trincheras si queremos superar la crisis y aprender las lecciones que nos dejan las otras caras de la pandemia. Frente a un escenario de tanta incertidumbre quizás la única clave sea actuar con mayor humildad y más generosidad, sentando a todos los actores sociales en la misma mesa, buscando entre todos y todas, una mirada de país común.
Frente a la incertidumbre que parece nublarlo todo, mi peor temor no es sólo el virus, sino que todo lo que hemos pasado con la pandemia quede tan solo como un paréntesis doloroso tras el cual sigamos cometiendo los mismos errores como especie humana.
Cuando todos somos testigos en directo a través de la pantalla del celular como una misión tripulada, con fondos privados en coordinación con la NASA, despega rumbo a la Estación Espacial Internacional y nos sentimos testigos del inicio de una nueva era, lo que no puede pasar, es que nada cambie. Ojalá nuestra búsqueda de las estrellas alcance para iluminar un nuevo camino donde la solidaridad, la paz y la igualdad, brille de la misma manera para todas y todos.